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Por qué nos peleamos con los demás


Las relaciones sociales que mantenemos con nuestros semejantes implican una actividad intelectual muy compleja y elaborada, hasta el punto de que buena parte de las neuronas que conforman nuestro cerebro están asignadas a esa tarea, que es vital para nosotros.

Y si nos parece que relacionarse con los demás es muy fácil, se debe a que nos encontramos ante una actividad tan crucial para nuestra supervivencia que comenzamos su aprendizaje desde el mismo momento en que abrimos los ojos y a partir de unas habilidades innatas adquiridas por evolución en el transcurso de varios millones de años.

No obstante lo dicho, hemos de admitir que con demasiada frecuencia nuestras relaciones sociales se erosionan hasta terminar en dolorosas rupturas. Y lo más sorprendente de este hecho es que en la mayoría de los casos, no es ese el deseo de ninguna de las dos partes en conflicto.

Podríamos suponer, en base a todo lo expuesto, que somos víctimas de algún malfuncionamiento de nuestra propia mente que nos arrastra, aun contra nuestra voluntad, a destruir y perder lo que más amamos.

Por otra parte sabemos que estos conflictos suceden con mayor frecuencia en la relación de pareja y en la relación paterno filial, aunque también afectan a las relaciones entre amigos, compañeros de trabajo y familiares en general.

En esta ocasión trataremos de identificar los errores conductuales que solemos cometer con mayor frecuencia en nuestras relaciones con los demás y hablaremos también de las posibles estrategias para evitarlos.

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Yack

La cuestión que nos plantearemos es la de por qué nuestras relaciones sociales tienden a deteriorarse, aún en los casos en que ambas partes preferirían que no fuese así.

Admitimos como razonables las rupturas con las personas que nos traicionan, nos son infieles, nos desprecian o nos engañan reiteradamente. Sin embargo, lo que ahora nos interesa  comprender es por qué se deterioran con tanta frecuencia las relaciones cruciales para nuestra felicidad sin que, en apariencia, existan razones de peso que justifiquen tan temido final.

El ejemplo más claro de esta dinámica se da en la relación de pareja, que suele verse sometida a un deterioro progresivo e irreversible que no sólo destruye el amor, la confianza y el respeto mutuo sino que transforma a los cónyuges en enemigos irreconciliables condenados a vivir en una batalla interminable.

Se podría argumentar que tal vez la explicación haya que buscarla en la pérdida de atractivo sexual por efecto de la cotidianidad  en la reducción del factor novedad, en el litigio permanente por el reparto obligado de recursos escasos (dinero, tiempo, libertad...) y de tareas incomodas (limpieza, trabajos domésticos, educación y cuidado de los hijos, etc.).

Pero sería un error, en el que no vamos a caer, dar por buena una explicación tan simplista que no nos lleva a ningún lado, ignorando el hecho de que estos desencuentros se producen también cuando no concurren estas circunstancias, como sería el caso de las relaciones entre padres e hijos, amigos, compañeros de trabajo, familiares, etc.

La universalidad del proceso de deterioro progresivo que experimentan las relaciones humanas nos podría llevar a sospechar que tal vez existan en nuestro cerebro una serie de actitudes, reacciones y rutinas erróneas que se disparan automáticamente y degradan progresivamente la buena convivencia. De ser así, cabría compararlos con radicales libres que infringen pequeños daños acumulativos al ADN de nuestras relaciones sociales.

Por otro lado, y en apoyo de esta hipótesis, constatamos que existen personas afortunadas que gestionan con envidiable eficiencia sus relaciones sociales, conquistando con facilidad el cariño y el respeto de sus respectivas parejas, hijos, amigos y familiares.

Tal vez -podríamos aventurar- existan técnicas, métodos, estrategias o simples argucias que puedan ayudarnos en la difícil tarea de gestionar mejor las relaciones con nuestros semejantes, ya sean pareja, hijos, familiares, amigos o conocidos. Y si así fuera, a buen seguro que el lector estaría interesado en echarle una ojeada a ese santo grial de las buenas relaciones humanas para decidir si le conviene o no ponerlas en práctica.

Sea pues. Veamos a continuación algunos de los fallos que con más frecuencia cometemos en nuestras relaciones sociales y las correspondientes propuestas para corregirlos:

Los reproches

El reproche es la crítica verbal de la conducta presente, pasada o futura de nuestro interlocutor. La intención y la utilidad original del reproche es la de cambiar un determinado tipo de conducta, que consideramos inadecuada, por el procedimiento de infringir dolor moral a quien la practica. El mecanismo psicológico subyacente se fundamenta en asociar en la mente del sujeto la conducta a reprimir con el dolor que le provoca el reproche al que ha dado lugar.

Por la razón antes apuntada (infringir dolor moral), será percibida por nuestro interlocutor como una agresión. Tal vez al principio, cuando la relación es buena, pueda interpretarla como una reprimenda justificada y hasta bienintencionada, pero con la reiteración, acaba pareciéndole cruel, injusta y desproporcionada, lo sea o no. Pero en cualquiera de los casos, siempre le resultará dolorosa y tarde o temprano ese dolor aplicado reiteradamente sobre la misma herida, generará una actitud agresiva-defensiva en la victima contra su "verdugo", con independencia de que esté o no justificado el reproche.

Esta situación de agresión moral evolucionará hacia un intercambio de reproches que irán subiendo de tono y frecuencia hasta acabar con la relación, sin que ninguno de los dos acierte a comprender que el origen del problema estuvo en esos inocentes y tal vez bienintencionados reproches iniciales que pusieron en marcha un mecanismo de deterioro progresivo y autoalimentado.

Veamos un ejemplo:

A: ¿Ya estás fumando otra vez? ¿Es que no sabes que no soporto el humo? ¿Es que te has propuesto llevarme a la tumba?

B: Y tú ¿ya estás amargándome la vida otra vez? ¿Es que no puedes verme disfrutar de un solo instante de tranquilidad? Y, cambiando de tema, ¿cuándo vas a dejar de despilfarrar el dinero en ropa que ni siquiera llegas a estrenar?

Este intercambio de reproches se puede prolongar por tiempo ilimitado, en una escalada de recriminaciones cada vez más dolorosas, exageradas e injustas que sólo sirven para añadir odio y rencor hasta volver la relación asfixiante. En estas disputas, los reproches pierden su original intención "correctora" en beneficio de la potenciación de su componente lesivo hasta convertirse en auténticos “misiles” dirigidos contra el oponente con la única finalidad de hacerle daño.

La única estrategia eficaz para acabar con esta dinámica malsana es la de hacerse a uno mismo la firme promesa de no pronunciar reproches ni críticas en ninguna circunstancia, ni siquiera en respuesta a un reproche previo, justificado o no. Y para alcanzar esta difícil meta, que implica un cambio en nuestro propia conducta automática (carácter), hay que comenzar practicando la sanísima costumbre de suprimir de nuestro lenguaje las criticas y los reproches en todos los ámbitos. Y esa norma incluye el "más difícil todavía" de no criticar a los que critican, y en especial a los que dirigen sus críticas contra nosotros mismos.

Pero antes de continuar tenemos que responder a una pregunta que probablemente se esté haciendo el lector. Con ser bastante difícil abandonar nuestro habito de emitir todo tipo de críticas y reproches, al menos es un objetivo que está bajo nuestro control pero, ¿qué hacer cuando somos nosotros mismos el objeto de críticas y reproches por parte de los demás?

Vaya por delante que, como norma general, debemos interpretar los reproches y las críticas de nuestro prójimo como avisos a navegantes para que cambiemos el rumbo de  nuestra conducta que se está acercando peligrosamente a los arrecifes de coral. 

Así pues, la primera medida a tomar cuando somos objeto de un reproche o crítica es considerarla como una oportunidad de automejora en base a la información que recibimos de nuestro entorno. La segunda medida será evaluarla, considerando las circunstancias, para determinar si se trata de una crítica justificada y objetiva. Y, si determinásemos que la crítica está justificada, deberíamos hacer propósito de cambiar nuestra conducta para no dar pie a nuevas críticas.

Al seguir esta pauta nos estaremos haciendo un gran favor a nosotros mismos, corrigiendo los defectos de nuestra personalidad que nos están cerrando muchas puertas, aunque no seamos plenamente conscientes de ello. Son las críticas ajenas el espejo que nos permiten tomar conciencia plena de nuestras deficiencias conductuales.

No obstante, y sin menoscabo de lo anterior, no es bueno convertirse en blanco permanente de las críticas y reproches de nuestros allegados. Si esta conducta se vuelve crónica, acabaremos por odiar a nuestro interlocutor y/o perder nuestra autoestima, dos situaciones que hay que evitar por todos los medios.

Pero entonces, ¿cómo evitar los reproches continuos de nuestro interlocutor?

La primera norma y la más importante es no responderle nunca con otro reproche, por muy justificado y oportuno que nos parezca. Es necesario dejar claro desde el principio que no vamos a entrar en una guerra de reproches ni tampoco vamos a tolerar ser blanco de críticas y reproches, justificados o no.

La primera reacción ante un reproche o una crítica debe ser un prolongado silencio. La segunda, no modificar inmediatamente la conducta objeto del reproche, pues si así lo hiciéramos, estaríamos reforzando la conducta de nuestro interlocutor confirmándole que ha alcanzado su objetivo. Si insiste en repetir el mismo reproche, lo que procede es manifestarle con tranquilidad y firmeza que suspenda los reproches. Si sigue insistiendo, el único recurso que nos queda es el de alejarnos físicamente para imposibilitar la comunicación y, por tanto, los reproches.

Posteriormente y cuando volvamos a vernos, reduciremos nuestra relación con él a lo imprescindible, evitando en nuestra conducta todo aquello que creamos que pueda resultarle placentero. Poco a poco, a lo largo de uno o más días iremos cambiando de actitud hacia la normalidad cotidiana, si no se producen nuevos reproches. 

La idea que debemos transmitir es que no aceptamos los reproches en ninguna circunstancia y que si estos tuviesen lugar, reaccionaremos adoptando una actitud pasiva e indiferente, que sin llegar a ser agresiva, resultará incómoda para nuestro interlocutor. Naturalmente esta actitud también nos resultará incomoda a  nosotros, pero debemos verla como una inversión para disfrutar de una buena y duradera relación basada en el respeto mutuo.

Si el reproche de que hemos sido objeto está justificado y obedece a la intención de cambiar una conducta inadecuada, sólo debemos cambiarla pasados unos días y sólo si el reproche se ha expresado con respeto hacia nuestra persona y con la sana y evidente intención de ayudarnos.

La estrategia general contra los reproches se basa en evitar a toda costa que el emisor obtenga alguna recompensa que le estimule a repetirlo. También debe quedar clara la idea de que con reproches no va a conseguir nada de nosotros, y en especial, nunca vamos a darle una réplica en similares términos. Naturalmente debemos estar dispuestos a esforzarnos por corregir nuestras conductas inapropiadas o al menos habremos de buscar una solución de compromiso consensuada con nuestro interlocutor.

Nos queda por considerar una importante cuestión: si nuestra pareja/hijo/amigo repite a menudo una conducta que consideramos reprobable, ¿debemos aceptarla? ¿decirle lo que pensamos? ¿reprochársela aunque sea cordialmente?

Esta es una pregunta difícil de contestar porque la respuesta puede ser diferente para cada situación y por eso sólo cabe buscar y probar con paciencia, discreción y sentido común, sucesivas estrategias hasta encontrar la que mejor resultado proporcione. Hay que tener muy en cuenta que para que los planes tengan éxito es muy importante que no resulte evidente que estamos empleando una estrategia, pues tan pronto nuestro interlocutor detecte la maniobra, buscará la forma de neutralizarla, con independencia de que sea justa, bienintencionada o apropiada.

Téngase en cuenta que todo intento de manifestar nuestra desaprobación ante su conducta, será percibido como una forma disimulada de reproche y eso es lo que hemos de evitar por encima de todo. El reto al que nos enfrentamos es, en pocas palabras, buscar fórmulas efectivas e imaginativas no basadas en el reproche ni en la crítica.

Aunque no podemos abordar aquí las infinitas técnicas que pueden aplicarse, diremos que como norma general, hemos de buscar una manera indirecta de hacerle llegar el mensaje para que sea el receptor quien saque sus propias conclusiones.

Veamos un ejemplo y la estrategia que se ha seguido en ese caso concreto: A es desorganizado, B ordena todo lo que desordena A para que este tome conciencia de que le está haciendo trabajar en exceso por culpa de su conducta negligente.

Si A le pregunta a B por qué está siempre ordenando la casa, B le contesta diciéndole que no se siente cómodo en una habitación desorganizada y que prefiere tomarse el trabajo de ordenarla. Con este mensaje no estamos criticando a nuestro interlocutor, pero le estamos dando los datos para que extraiga sus propias conclusiones y cambie de conducta espontáneamente.

Otra estrategia más radical es la de asumir como propia la responsabilidad de ordenar la vivienda, considerando que es una opción mejor que la de deteriorar las relaciones con la persona con la que convivimos. Pensemos que las personas "organizadas" disfrutan ordenando todo lo que les rodea, mientras que las "desorganizadas" no son conscientes de la necesidad de limpiar y sienten una invencible pereza ante la perspectiva de hacerlo. Es preferible que cada cual se dedique a lo que mejor se la da y más le gusta que empeñarse en obligar a quien no está motivado a realizar tareas que no considera necesarias o para las que no está preparado.

Con demasiada frecuencia un miembro de la pareja (generalmente la mujer) se siente menospreciada o agraviada por parte del otro miembro cuando este no cuida o limpia con el suficiente esmero el mobiliario de la casa. En la mayoría de los casos, la auténtica razón de su conducta negligente se debe a que la limpieza no ha sido incluida en su educación y por lo tanto, no percibe la suciedad o el desorden como un problema, o en muchos casos ni siquiera es consciente de ella. Se requiere tiempo para adquirir esa sensibilidad y a veces resulta imposible, por lo que tal vez la mejor solución sería desistir y no convertir la limpieza en una fuente de discordias que degradará inexorablemente la relación de pareja.


Otra fórmula a considerar es contratar un servicio de limpieza y así se elimina la fuente de disputas, resolviendo el conflicto que tanto incomoda a uno de los miembros de la pareja.

También se pueden distribuir las tareas en base a los intereses/habilidades de cada uno. Por ejemplo, yo me ocupo de la limpieza y tú pagas el alquiler, llevas todo el papeleo, el mantenimiento de la vivienda, etc. No siempre es fácil encontrar un equilibrio, pero casi siempre se pueden encontrar soluciones, que no tienen que ser 100 equitativas. 

Pensemos que cuando vamos al cine, pagamos el 100% de la entrada a cambio de placer y a veces el afecto de nuestra pareja bien vale ese desequilibrio que nos parece apreciar. Tal vez en el futuro las cosas cambien y la balanza se incline hacia nuestro lado. Recordemos que una exigencia de equidad perfecta (según  nuestro criterio) puede acabar fácilmente con unas buenas relaciones.

Recomendamos al lector entregarse con buen talante a la tarea de buscar y aplicar soluciones  no agresivas, como un ejercicio para la mejora del autocontrol y de las habilidades sociales que lo preparará para gestionar con más eficiencia sus relaciones con otras personas.

Las descalificaciones

La descalificación puede definirse como un juicio valorativo de tipo general, que se dirige a nuestro interlocutor con ánimo de desacreditarlo o de poner de manifiesto alguna deficiencia física, intelectual o conductual. 

Una de sus características distintivas es que no emplea argumentos ni elementos definitorios del problema sino que ataca al interlocutor sin especificar la razón ni aportar una indicación de cuál es la conducta especifica que tendría que cambiar. La descalificación no intenta solucionar un problema conductual sino agredir al infractor y por eso puede considerarse como una forma degenerada del reproche en la que se ha primado el componente punitivo en menoscabo del corrector.

La descalificación ofrece varios niveles de gravedad: Puede dirigirse a la persona (¡Eres estúpido!), a su conducta (¡No hagas estupideces!), a su pensamiento o creencias (¡no digas tonterías!) o a sus afectos (Ese amigo tuyo es un estúpido, o bien, ese actor que tanto te gusta es un espanto). Pero no olvidemos que en todos los casos estaremos agrediendo a nuestro interlocutor.

En la mayoría de las descalificaciones, no se suelen aportar argumentos, sino un juicio tan genérico como negativo. En resumen, la descalificación se limita a expresar el desprecio del emisor hacia el receptor.

La estrategia a seguir en este caso pasa por suprimir de nuestra conducta la emisión de descalificaciones de todo tipo. Si se diera el caso de que consideráramos necesario criticar algo,  debemos hacerlo aportando argumentos autoevidentes, expresados en un lenguaje exento de insultos, ofensas y juicios de valor. Sería un buen ejercicio, previo a la crítica, realizar el esfuerzo mental de ponernos en el lugar del que criticamos para deducir sus posibles motivaciones, y si lo hacemos a conciencia, tal vez lleguemos a la conclusión de que tal critica es injusta.

En todo caso, una crítica constructiva, moderada y exenta de descalificaciones elevará nuestro prestigio ante nuestros interlocutores, y nos enseñará a pensar con mayor rigor y a reducir la cantidad de insensateces que salen de nuestra boca y que sólo sirven para devaluar nuestra propia imagen antes que la de aquellos a los que descalificamos.

Un ejemplo de descalificación: El partido que has votado y que ahora gobieerna, está formado por una cuadrilla de inútiles corruptos que nos llevará al desastre.

Una crítica aceptable: El problema de este gobierno es que no tiene experiencia en gestionar una crisis económica internacional, y sus esquemas teóricos sólo funcionan en épocas de bonanza. Me consta que actúan de buena fe, pero creo que no podrán sacarnos de esta situación.

En todo caso, las críticas, aunque sean constructivas y bien argumentadas, no se deben dirigir contra nuestro interlocutor ni a su esfera de intereses, porque si así lo hiciésemos, estaríamos socavando innecesariamente las mutuas relaciones.

En cuanto a la actitud que se debe adoptar frente a un interlocutor que profiere descalificaciones que nos resultan incómodas, será siempre la del silencio indiferente. Si se nos exige una contestación, debemos evitar entrar en su juego. Basta con decir: No sé, no tengo una opinión sobre esto.

Si las descalificaciones se refieren a nuestra persona o a algún allegado o familiar, y nuestro silencio no es interpretado como desaprobación, lo que procede es advertirle con calma: Si sigues hablando de este tema y en esos términos, tendré que irme. Y no dar ningún tipo de explicación, más allá de que "me haces sentir muy incomodo".

De esta manera, nuestro interlocutor detecta nuestra desaprobación, pero no puede enzarzarse en una disputa contra nosotros, que es lo que busca y lo que le resulta más divertido.

Nuestra actitud numantina, fría y decidida le enseñará que si desea tener alguna relación con nosotros, la condición necesaria será la de respetarnos, es decir evitar cualquier conducta que nos pueda herir, como serían las descalificaciones sobre personas o ideas a las que profesamos cariño o respeto.

Las bromas, ironías y sarcasmos

Aunque el sentido del humor suele tener buena prensa, hay que tener siempre presente que el humor mal empleado es una importante causa de deterioro y ruptura de las relaciones humanas.

Por fortuna, es fácil manejarlo sin que produzca efectos perversos, siguiendo una sencilla norma: Nunca hacer humor a costa de nuestro interlocutor ni de nada que pueda incomodarle.

El humor requiere agudeza y rapidez mental y por lo tanto es una forma de exhibir públicamente nuestro talento y habilidad intelectual, y de ahí que cuando tenemos una ocurrencia humorística que juzgamos ingeniosa sentimos un fuerte impulso a expresarla en voz alta, para alardear de nuestro ingenio.

Con frecuencia se nos ocurren comentarios ingeniosos, que contienen en su planteamiento un dardo dirigido a la sensibilidad de nuestro interlocutor y no podemos resistirnos a la satisfacción de soltarla para disfrutar de la breve gloria que produce ese destello de ingenio.

A la larga estas bromas a costa de nuestra pareja, amigos y familiares, deteriora la relación, al provocar una respuesta equivalente en nuestros interlocutores, que acaba convirtiendo un juego inofensivo en una guerra cruel sin que seamos conscientes de cómo ha tenido lugar esa transformación al haberse producido muy lentamente.

La táctica para evitar este proceso de deterioro consiste en renunciar a pronunciar bromas a costa de nuestro interlocutor, sometiéndolas a una autocensura antes de expresarlas en voz alta. Podemos hacer bromas, pero siempre que estemos seguros de que no van a molestar a nuestro interlocutor y la única forma de estar seguros es no hacer chanza a costa de nada que el aprecie.

Tampoco ayuda a mejorar nuestra propia imagen hacer bromas crueles e injustas a costa de los demás, aun cuando sean bien recibidas. Sería un buen ejercicio ir descartando este tipo de bromas, si es que queremos el respeto de los demás. Aunque la gente ría de buena gana los chistes crueles, en el fondo juzgan al “chistoso” como un individuo peligroso y despreciable con el que no conviene relacionarse si no es estrictamente necesario.

En cuanto a la conducta a seguir respecto a las bromas de que somos objeto por parte de los demás, lo más práctico es no darse por aludido, no reír la gracia y no manifestar ninguna emoción ni desaprobación explicita, si no es un frío y largo silencio.

El objetivo es mandar a nuestro interlocutor el mensaje de que no nos gustan las bromas a nuestra costa, y que en ningún caso vamos a replicar, si no es con el silencio y la frialdad. Una vez más, la técnica es evitar que el infractor reciba recompensas por sus acciones, ni la ocasión de entrar en una discusión acalorada que tal vez gane él y que en cualquier caso degradará la relación. Téngase en cuenta que el ganador de una confrontación siempre obtiene placer, aunque a la larga tenga que pagar un alto precio en forma de deterioro de una relación que antes era una fuente de placer.

El problema más grave se da cuando formamos parte de un grupo y no podemos zafarnos de las bromas agresivas de algún miembro del grupo que recibe la recompensa de los otros miembros del grupo que ríen sus gracias. En estos casos lo más práctico es no darse por aludido, y si insiste en su conducta, aprovechar el momento en que se produzca un ataque particularmente cruel para pedirle serenamente y en voz alta para que lo oigan todos, que no vuelva a ocuparse de nosotros y que si persiste en su actitud, nos veremos obligados a irnos.  Si insiste, lo que procede es despedirse del resto y abandonar la reunión con determinación y serenidad.

Lo normal, si el resto del grupo siente aprecio por nosotros, es que le afeen su conducta, y si no es así, lo mejor es abandonar definitivamente un grupo donde no se nos respeta, porque sólo conseguiremos humillaciones y malas experiencias. Es importante la relación con nuestros semejantes pero también puede convertirse en una mala experiencia que además menoscaba nuestra autoestima y seguridad. Aquí vale lo de "mejor solo que mal acompañado".

No decir a los demás cómo y cuándo deben hacer las cosas

Una mala costumbre muy generalizada que suele pasar desapercibida al que la práctica es la de decir a los demás cómo y cuándo deben hacer o dejar de hacer determinadas cosas.
Normalmente esta mala costumbre se da con mayor frecuencia en las relaciones entre padres e hijos, y tiene su origen en la necesidad que siente el padre de enseñar a su hijo buenas costumbres que le ayuden a abrirse camino en la vida. El problema surge cuando se ejerce en demasía y también cuando se prolonga hasta más allá de la adolescencia.

También se suele aplicar en la relación con amigos, familiares y cónyuges, favorecida por la familiaridad y confianza que se tiene con estas personas cercanas.

Contra esta pésima costumbre, causa importante del progresivo deterioro de la relación, la única actitud que cabe es tomar consciencia del peligro que encierra y hacer un esfuerzo deliberado y sistemático para suprimirla de nuestra conducta habitual.

Téngase en cuenta que este tipo de conductas se ponen en marcha automáticamente, sin que seamos conscientes de ellas y que son percibidas subjetivamente como intentos bienintencionados de ayudar a los demás, por lo que no nos sentimos culpables y eso hace mucho más difícil su erradicación y control.

Entonces, ¿cómo educar a nuestros hijos?, ¿cómo explicarle a nuestra pareja lo que esperamos de ella o lo que no soportamos? ¿cómo ayudar a los demás a que lleven unas vidas más organizadas y productivas, por su propio bien?

La cuestión a considerar es que estos consejos conminatorios (no dejes el plato sucio, baja la tapa del inodoro, no aparques tan alejado de la acera, etc.) no van a cambiar la conducta de nadie y aunque finalmente lo consiguieran van a generar odio, resentimiento y finalmente desinterés por el "instructor".

En los casos en que creamos que debemos dar uno de nuestros bienintencionados consejos, antes de abrir la boca, debemos considerar estos puntos:

  • ¿Es realmente importante? ¿Una cuestión de vida o muerte?
     
  • Si se lo digo ¿en base a la experiencia que tengo, creo realmente que va a cambiar la conducta a corto o medio plazo?
     
  • ¿Existe algún otro medio que no pase por decirle explícitamente lo que debe hacer?


Si finalmente creemos que merece la pena deteriorar nuestra imagen, nuestra relación y nuestra capacidad de persuasión, a cambio de lo que creemos que vamos conseguir, tratemos de adoptar un estilo natural, casual, despreocupado.

“¿Sabes un truco para hacerlo”, en lugar de: ¡No seas bruto! ¡Te voy a enseñar cómo se hace!

La clave está en plantear el consejo de tal forma que no parezca que tú eres superior a él, ya sea en conocimientos o en estatus, porque en tal caso se disparará su mecanismo de defensa jerárquico y hará oídos sordos a lo que le estás diciendo y se reforzará su idea de que eres un pesado y un incordio.

Debemos buscar estrategias alternativas para inducir cambios en la conducta de los demás: Por ejemplo, hacer nosotros mismos las acciones para que el otro vea cómo se hacen. Comentar algo que sirva de referencia. Por ejemplo, podríamos decirle: Tengo un compañero de trabajo que huele muy mal porque no se ducha a diario. Figúrate que el jefe lo tuvo que llamar al despacho para decirle que había recibido quejas de sus compañeros sobre su higiene personal. No quiero pensar la vergüenza que tuvo que pasar.

Esto es mucho más efectivo y menos peligroso que decirle: Hueles muy mal. Deberías lavarte más a menudo.

En resumen, se trata de buscar soluciones imaginativas para conseguir el objetivo sin que nuestro interlocutor sea consciente de que le estamos dando instrucciones para que cambie de conducta. Para ello hay que tener la habilidad de plantearlo como un reto personal que le llevará a una situación mejor para sus propios intereses sin someterlo a crítica ni vejaciones que finalmente se volverá en rencor contra nosotros.

Con frecuencia, nos cuesta entender los malos hábitos de otras personas,  y a menudo llegamos a considerarlos como una afrenta personal contra nosotros. Así, si vivimos con una persona descuidada, podemos llegar a creer que actúa así por desprecio a nuestra persona, cuando lo que ocurre es que tiene una sensibilidad diferente ante lo que se considera como "suciedad". De hecho hay personas que sufren obsesiones por la limpieza y consideran cualquier nivel de limpieza como insoportablemente deficiente.

Cultivar el respeto

El ser humano es fuertemente jerárquico y esto significa que intentará expandir el límite de su territorio y de su influencia sobre los demás, tanto como sea posible. De hecho, intentamos expandirnos hasta que nos encontramos con el territorio de los demás y ahí comienza un forcejeo que no termina nunca. Y lo que solemos ignorar es que este proceso es automático y se desencadena aún en el caso de que no lo deseemos y sin que seamos conscientes de ello.

El problema reside en que en el decurso de estas luchas territoriales y de estatus, aparecen fricciones que suelen desembocar en un deterioro progresivo de las relaciones.

La clave para evitarlo está en trazar fronteras bien definidas, basadas en los principios de igualdad y equidad y respetarlas, aun en el caso de que nos sintamos con capacidad para sobrepasarlas o nos inviten a expandir nuestro territorio a expensas del de los demás.
Además, si respetamos las fronteras de los demás, estaremos en mejores condiciones para exigir a los demás que respeten nuestras propias fronteras.

Cada vez que nos veamos en la necesidad de invadir el territorio de los demás, debemos pedir respetuosamente permiso, dejando claro que sólo será por esta vez y en base a la urgencia o importancia del caso y que no volverá a repetirse. Sin embargo, la mejor solución es evitarlo siempre que sea posible.

Tengamos en cuenta que las fronteras nos separan de objetos deseados, pero también nos protege de otros indeseables. No podemos abrir o cerrar las fronteras que nos rodean cuando nos interese, porque después tendremos que aceptar que los demás invadan las nuestras.

Lo más práctico para mantener unas buenas relaciones con los demás es fijarnos a nosotros mismos unas fronteras y respetarlas y hacerlas respetar a rajatabla, porque cuanto menos veces se traspasen, más solidas se harán y más ayudarán a la concordia basada en el respeto mutuo. El respeto es, en esencia, la aceptación del territorio físico y psicológico de los demás.

No caigamos en el error de pensar que la confianza, sinónimo equívoco de las buenas relaciones, consiste en eliminar las fronteras, porque a medida que pase el tiempo esta táctica, que al principio parece dar excelentes resultados, se volverá contra nosotros.
La gente experta en las relaciones sociales, profesa un respeto exquisito al territorio de los demás y defiende con firmeza  y determinación el suyo propio.

En el terreno práctico debemos situar la frontera de los demás muy alejada de su área sensible, aunque nos inviten insistentemente a sobrepasarla.

Por otra parte debemos establecer nuestra propia frontera con límites muy amplios, de tal forma que cuando alguien las sobrepase tengamos oportunidad de emitir señales de desagrado sin tener que recurrir a la agresión y a la disputa.

Pensemos que el respeto mutuo es, a la larga, el mejor ambiente donde se puede disfrutar del cariño y de la mistad duradera y enriquecedora. Al eliminar las fronteras, lejos de conseguir mejores relaciones, aumenta el riesgo de una  confrontación fronteriza que acabará con la confianza y el respeto.

Y llegados este punto convendrá dar por terminado este tema, no sin advertir que nos hemos limitado a tratar los errores más graves que se cometen en las relaciones sociales. Para tener una buena relación, también hay que desplegar técnicas que proporcionen satisfacción a los demás, pero eso lo veremos en otra ocasión.

Si somos capaces de implementar estas sencillas normas en  nuestra vida habremos hecho el 50% del trabajo en lo que a las buenas relaciones se refiere (no deteriorar las relaciones). En otra ocasión trataremos el otro 50% restante (hacerlas más divertidas y atractivas).

10 comentarios:

  1. ¡Hola, Yack! Un análisis estupendo. Muy completo. Serio, bien fundamentado, estructurado. No me deja un solo resquicio para poder polemizar un poco. ¡Con lo que me gusta!
    Un cordial saludo
    Dulcinea

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  2. Siento haberte privado de tu mayor placer Dulcinea, pero no siempre se puede acertar.

    En próximas ocasiones trataré de dejar algunas inconsistencias que den pie a la polémica, que es lo que más te gusta.

    Saludos cordiales.

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  3. Unas pocas palabras solamente: planteas todo un programa ético, un "cómo deberíamos ser" o un "cómo deberíamos comportarnos", pero en un enfoque científico de "por qué nos peleamos con los demás", el tal planteamiento, a mi entender, es superfluo. Se tendría que hablar de las pasiones que nos llevan al enfrentamiento, de las creencias que dirigen esas pasiones, de la naturaleza instintiva y emocional del hombre pergeñada evolutivamente para la defensa y para un comportamiento que maximice las posibilidades de alimentarse y copular.
    Saludos

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  4. Fernando, te doy toda la razón en tu objeción. En realidad debería haber llamado a esta entrada "Recomendaciones para llevarnos bien con nuestros semejantes", pero me pareció más interesante la otra formulación.

    Le he dado a este artículo un enfoque práctico, aportando algunas estrategias para mejorar las relaciones con los demás, desde mi propia experiencia y criterio, que es desde yo siempre hablo, para bien o para mal, pero es que repetir lo que otros han dicho mejor que yo, me parece poco divertido.

    Posiblemente estas conductas destructivas que menciono tengan un valor adaptativo a nivel de especie pero yo prefiero atender a los intereses del lector. Por ejemplo, a nivel de especie, tal vez sería mejor ser infiel a tu pareja cada vez que tuvieras ocasión con el fin de diseminar tus genes tanto como sea posible, pero como individuo, tal vez te convenga ser casto y renunciar a tus instintos básicos y los efímeros placeres que conllevan, por muy adaptativos que sean a nivel de especie.

    Mi propuesta general es revisar los comportamiento instintivos para mejorar las expectativas de felicidad a largo plazo.

    La naturaleza nos utiliza como conejillos de indias que pueden ser sacrificados en aras de sus experimentos evolutivos, pero cuando tu eres el conejillo de indias, tienes otro punto de vista y otros intereses.

    Saludos.

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    1. ¡Ay!, a veces sofocar o matar el instinto en aras a un supuesto bienestar social, a una supuesta felicidad basada en la evitación de la agresividad, puede conducir ―y de hecho conduce con alarmante frecuencia―a una falta de vitalidad, a la depresión anímica, a quedar supeditado al uso de las «maquinetas», del deporte extremo como sucedáneo etc. En relación al título, creo que resulta esencial el tratamiento significativo de La alteridad del «otro», una cuestión que, me temo, en la filosofía sólo se ha tratado con referencias metafísicas, esto es, sin poner los pies en la realidad, e ignoro el tratamiento que de ello se hace en la psicología. El caso es que «el otro» nos perturba, y esa perturbación ―esa alteridad que presenta― resulta determinante tanto para la acción y organización sociales como para la emergencia de sentimientos en el individuo y para su comportamiento. Para mitigar esa alteridad ―en la que, naturalmente, el miedo es actor principal―el organismo utiliza varias estrategias: una es la del enfrentamiento en busca de prominencia; otra la de la conciliación de las partes y apaciguamiento mediante la cortesía y los afectos; y otra es la de la huida, esto es, la de la evitación social (la del ermitaño o la del que rehúye el contacto con los otros). Placer, instinto y miedo pelean en esa batalla.
      Saludos

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  5. Puede que tengas razón y la paz sea más aburrida que la guerra. Y es posible que uno de los motivos por los que estallan las guerras sea para combatir el aburrimiento de la paz.

    Sin embargo, a los pocos meses de iniciada la guerra aparece el estrés y todos (los que quedan vivos) quieren de nuevo recuperar la aburrida paz.

    También hay gente para todo, que se siente a gusto en la paz y otros, los menos, en la guerra.

    Pero para evitar los daños colaterales de los enfrentamientos, sin por ello caer en el aburrimiento, propongo marcarse el reto personal de llevarse bien con los demás, nada fácil por cierto. Y cuando digo llevarse bien no significa decir a todo que sí y someterse a la voluntad de los demás, sino trabajar creativamente para transformar tu personalidad de manera que puedas conseguir lo que desees creando las condiciones para que los demás quieran y disfruten haciéndote feliz a ti.

    A eso se le llama tener una personalidad irresistiblemente seductora y tengo entendido que es a lo más a lo que se puede aspirar.

    Saludos.

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  6. Estoy muy de acuerdo contigo en que la paz es mejor que la guerra, aunque no la paz a cualquier precio, es decir, no a claudicar en todo, no a ofrecer el cuello a la dentellada del adversario para evitar su alteridad. Comparto contigo el que la personalidad seductora es quizá el escalafón más alto de la personalidad, pero ¿quién resulta capaz?

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  7. Bueno, ya ves que en lo esencial estamos de acuerdo y eso es grato porque de alguna forma, el coincidir con una persona que se ha educado en otro ámbito diferente confirma, hasta cierto punto, que nuestras propias creencias tienen sentido y eso produce una lógica satisfacción, que es el objetivo final de toda acción humana.

    Respecto a la dificultad de conseguir una personalidad seductora, no puedo estar más de acuerdo contigo, lo que no significa que no haya que intentarlo porque cualquier paso que demos en esa dirección, tendrá su recompensa.

    Si echas un vistazo a algunas controversias de este blog, incluida esta, verás un pequeño ejemplo práctico de lo que quiero decir.

    Nunca renuncio a mis convicciones para complacer a los amables visitantes, pero evito siempre la confrontación y la descalificación personal, evitando así enfados innecesarios que tan perniciosos resultan para el sistema cardiovascular, entre otros.

    Así que trabajar conscientemente para aprender a mantener el dialogo dentro de límites confortables no implica renunciar a nada y además contribuye a hacer más placentero y útil el intercambio de ideas.

    Esta misma actitud llevada inteligentemente a nuestra vida cotidiana, contribuye a acercarnos, según tengo yo comprobado, a ese ideal de poseer una personalidad seductora, aunque se necesitan otros ingredientes adicionales para conseguirlo.

    Saludos cordiales.

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  8. En relación a impulsar el gasto para superar la crisis económica. Puede ser un adecuado planteamiento, pero es preciso analizar las consecuencias.
    En primer lugar, el gasto se podría impulsar con una rebaja de la fiscalidad o con un endeudamiento mediante inversión pública. Claro, el endeudamiento no es deseable, y se producirá igualmente con la rebaja de la fiscalidad si se pretenden mantener los gastos sociales. El truco –más bien la esperanza—de los economistas decididos por esta opción consiste en suponer que al rebajarse la fiscalidad o aumentar la inversión pública el mercado empezará a funcionar de la forma tabulada por las teorías económicas y el aumento de déficit del Estado o de deuda será absorbido con creces por el aumento de recaudación gracias al auge logrado por la actividad económica gracias a las medidas de gasto o inversión.
    Pero para que ello ocurra de ese modo hace falta algo más que una teoría económica que lo asevere. El tan laureado y aclamado éxito de Keynes no fue tanto, pues EEUU no salió de la crisis económica hasta el final de la Segunda Guerra Mundial.
    De un aumento del gasto privado y público por inversión no se sigue automáticamente un aumento del consumo y de la actividad económica, al menos no en la medida necesaria o en la medida que vaticinan las fórmulas que rigen teóricamente la macroeconomía. Se precisa en medio un aditivo que no aparece en estas: un cambio de conciencia de la gente que las predisponga a invertir y gastar. Tal cambio de conciencia se logra mediante factores tan extraños como la confianza en el mercado, pero también por la confianza en el país, por la confianza en los dirigentes políticos, e incluso por la confianza en Europa. Esa confianza es quien otorga al sujeto la seguridad que necesita para lanzarse al mercado.
    Y para lograr esa confianza y esa seguridad son precisos factores morales adecuados: un creer en el sistema político, creer en la honradez de los políticos mismos, creer en el país, creer en la propia responsabilidad, creer en el trabajo bien hecho, no consentir fraudes, amiguismos, enchufes, etc. etc.
    Así que cualquier solución para el mercado, si se quiere que sea duradera y produzca sus frutos, ha de pasar primero por un arreglo moral de la sociedad que dé la necesaria confianza a los ciudadanos.

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    Respuestas
    1. Sin duda Fernando que todo esto que dices es cierto, aunque de una dificultad casi metafísica a la hora de ponerlo en práctica.

      Yo, que en el fondo soy un ingenuo, tengo puestas mis esperanzas en un cambio de tendencia en la economía europea/mundial que nos saque a remolque, como siempre ha ocurrido, o bien en una reactivación del mercado del ladrillo.

      Como ya dije, estoy convencido de que cuando se agoten los stock de viviendas se va a producir un cambio de tendencia que puede convertirse en el taponazo que nos ponga en la vía de la recuperación rápida y sostenida.

      Ten en cuenta que el muelle del mercado inmobiliario no sólo ha dejado de estirarse durante muchos años, sino que ha estado experimentado una presión brutal que se ha convertido en energía potencial, lista para liberarse en cualquier momento.

      Y una vez que las espiras del muelle entren en contacto y se produzca un pequeño rebote, todos los inversores mundiales se van a lanzar como buitres en busca de los beneficios acumulados en ese gigantesco muelle especulativo.

      Al final, como siempre, será Europa y el ladrillo quien nos saquen del pozo, siguiendo el proceso inverso que nos ha metido en él.

      Esperemos que no acceda al poder otro ZP con ideas estrambóticas que obstaculice el libre juego de las fuerzas económicas, cuanto estas, al fin, se alineen en nuestro favor.

      Saludos.

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