Atravesamos una crisis económica que no parece tener fin y como siempre que se está inmerso en un grave problema colectivo, no cesan de aparecer profetas y agoreros que explican desde la tribuna las causas del mal que nos aqueja y sus posibles soluciones.
Naturalmente no vamos a dejar escapar la oportunidad de entrar en el juego y exponer nuestra propia opinión que como siempre quedará sometida al juicio de los lectores de este blog.
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Yack:
Las economías anteriores al siglo XX se caracterizaban por
un crecimiento supeditado a su capacidad para atender la demanda social de bienes y servicios de primera
necesidad. Esta limitación, además, suponía
un freno insalvable para el crecimiento demográfico de las poblaciones.
Sin embargo, con el advenimiento a mediados del XVIII de la Revolución Industrial, y sus
portentosas invenciones, tuvo lugar un brusco y sostenido incremento de la
producción, sin parangón en la historia pasada, que continuó desplegándose hasta nuestros días. Posteriormente, y
como resultado directo e indirecto de los profundos cambios tecnológicos y sociales acaecidos, la
natalidad inició una caída espectacular en el seno de las sociedades de economías más avanzadas.
Y como
resultado de la confluencia de ambas tendencias (la tecnología y la estabilización del crecimiento demográfico), la capacidad individual
para adquirir bienes y servicios, se vio incrementada sin limitación,
permitiéndonos transitar en menos de un siglo desde una economía de supervivencia a una economía
de consumo suntuario.
Lo que caracteriza a una economía suntuaria es que el 90% de
los bienes y servicios (joyas, viajes a lugares exóticos, autos de alta gama, moda) que
constituyen el grueso de la actividad económica son innecesarios para la supervivencia.
Así, las motivaciones del ciudadano para trabajar todos los días, han dejado de ser la
de asegurar la supervivencia de su prole, para concretarse en objetivos tan
fútiles como ir de fin de semana a Florida o sustituir su móvil de un solo año
de uso por el último modelo que ha salido al mercado.
Pero las economías suntuarias adolecen de un problema oculto, y ese
problema es que resultan demasiado vulnerables al efecto mariposa. Y con esto queremos
decir que pequeñas causas pueden producir grandes efectos, difíciles de prever y aún más difíciles de controlar.
Veámoslo con el siguiente ejemplo: Supongamos que, por
razones reales o imaginarias, aparecen en el horizonte señales de una hipotética
crisis. En tal caso, los consumidores de nivel medio, ante la duda, podrían
tomar la decisión de reducir un 25% su consumo habitual, sin que por ello se
viera comprometido su nivel básico de confort (seguridad, alimentación,
educación, entretenimiento, etc.). Cuando una familia de clase media se aprieta
el cinturón, no está pensando en racionar las cebollas y las remolachas que constituyen
su única provisión de comida, sino en renunciar a las vacaciones en Nueva york y
resignarse a veranear en una playa nacional.
Las economías suntuarias, al no basarse en la producción bienes
y servicios de primera necesidad, pueden experimentar bruscas contracciones
como consecuencia de cualquier suceso insignificante, tal como la quiebra de una empresa conocida,
unas previsiones pesimistas de crecimiento, una guerra en Oriente medio, un error importante en el mercado bursátil, etc.
Pero el auténtico problema reside en el hecho de que esa pequeña perturbación en las expectativas económicas, puede amplificarse rápidamente e introducirse en el cerebro del consumidor y socavar así su confianza en un futuro que se ha vuelto bruscamente incierto.
Y cuando el grueso de una sociedad compuesta de homo sapiens teme por su futuro económico, su
primera reacción es la de suspender o reducir los gastos suntuarios. Y entonces, pasamos de una
alarma virtual sin fundamento objetivo a una situación de emergencia real que
puede penetrar en la mente de los consumidores hasta cambiar radicalmente su
conducta.
Y en este punto entramos en el temible círculo vicioso que
nadie ha sabido (hasta ahora) detener:
Los consumidores creen (con o sin fundamento) que la
situación económica puede ir a peor.
Para ponerse a cubierto de lo que se avecina, deciden
ahorrar, es decir, reducir el consumo.
Al reducirse el consumo, muchos trabajadores se queda sin
trabajo, lo que reduce aún más el consumo, el gobierno aumenta los impuestos para subsidiar
a la población que ha perdido el empleo y el futuro se vuelve cada vez más lúgubre.
Ahora los consumidores constatan que lo que en la fase 1
era solo una conjetura, se ha convertido es una realidad palpable y se
reafirman y profundizan en su estrategia de ahorro. Estamos ante una profecía autocumplida.
Pero antes de dar el siguiente paso, volvamos al principio. Las crisis económicas de antaño estaban
motivadas por una drástica reducción de la producción, que a su vez se debía a
causas reales y tangibles tales como sequías prolongadas, hecatombes naturales, plagas, guerras e incluso un crecimiento explosivo de
la población como resultado de un largo periodo de prosperidad.
La estrategia más razonable e inteligente en estas situaciones era la de ahorrar,
es decir, restringir el consumo tanto como fuese posible, para alargar la
duración de las reservas alimenticias, en espera de mejores tiempos.
Sin embargo, nuestra economía suntuaria se caracteriza
porque no adolece del problema de la insuficiente capacidad productiva de época
pasadas. Por el contrario, la economía de los países más avanzados se muestra capaz de producir cantidades cada vez mayores de
bienes y servicios a un ritmo siempre más elevado que el crecimiento de la población.
Su talón de Aquiles está, paradójicamente, en la posibilidad de que una porción importante de consumidores tomen, sincronizadamente, la decisión de ahorrar. En tal caso, y en la medida en que
se reduzca el consumo, caerá la demanda y el sistema productivo se ralentizará, dado
que carece de sentido, por ejemplo, seguir fabricando coches si nadie quiere
comprarlos. Las fábricas están ahí, la maquinaría engrasada y lista para producir bienes, los trabajadores deseosos de entrar en acción, pero una parálisis general bloquea todo el sistema.
Según lo anterior, las crisis económicas de los países más
desarrollados tienen que ver con la psicología de los individuos que siguen
pensando como sus antepasados paleolíticos, cuyos genes se conformaron a lo largo de milenios de economías
de supervivencia. Y si bien es cierto que desde la perspectiva del individuo, es
positivo ahorrar para afrontar el futuro incierto, también lo es que cuando esta estrategia se aplica
masivamente en una sociedad de economía suntuaria, se produce un colapso económico
y se crea un problema real de paro y de reducción de la riqueza
disponible, que afecta con especial virulencia a los desempleados.
En la medida que las máquinas se detienen o dejan de trabajar a pleno rendimiento, se reduce la generación de riqueza y esto, tarde o temprano afectará a la disponibilidad de bienes, o lo que es lo mismo, contribuirá inevitablemente al empobrecimiento real de la población.
La fórmula mágica para evitar las crisis económicas en las economías
suntuarias pasaría por incentivar el consumo de la población, cuando esta
incurriera en el error colectivo de “ahorrar” para afrontar un futuro que se
percibe amenazador.
Pero aquí nos topamos con el problema insalvable del egoísmo
individual frente al altruismo del bien común. Si el equipo económico del gobierno
que se enfrenta a una crisis nos asegurara que para salir de la crisis solo
tendríamos que consumir más, nuestro egoísmo nos haría decir en tono burlón: ¡Que
empiecen los demás!
Solo cuando comprobásemos que la prosperidad crece, y que
la crisis es agua pasada, estaríamos dispuestos a volver al nivel de consumo
anterior, pero por desgracia, esto no va a ocurrir mientras sigamos inmersos en el
círculo vicioso de la desconfianza en el futuro. Sabemos cuál es el problema, sabemos cuál
es la solución, pero el egoísmo individual y la desconfianza en el altruismo de
los demás nos impide romper el sortilegio.
Se han intentado fórmulas mágicas para salir de este círculo
vicioso, tales como el keynesianismo, que prescribe instar al gobierno a que gaste mucho dinero en
construir infraestructuras (carreteras, puentes, pavimentado de calzadas, etc.) para
de este modo inyectar dinero en los bolsillos de los trabajadores y confiar en
que estos lo gasten en consumo y con ello reactiven el círculo virtuoso.
Sin embargo, para financiar estas obras, en buena
parte innecesarias y poco o nada productivas, el gobierno se ve obligado a sacar ese dinero del
bolsillo de los ciudadanos, y al hacerlo reduce su capacidad de consumo, con lo
que se agrava el problema que se pretendía resolver. Se requiere, por tanto, algún método mágico que
incentive al ciudadano, desde su propio egoísmo, a consumir más. Pero ¿cómo?
Después de reflexionar largo y tendido sobre el arduo problema
que nos ocupa, causa fundamental de las crisis económicas que padecen las economías
occidentales, hemos ideado un revolucionario procedimiento que nos permitiría salir
de cualquier crisis económica tan rápida y fácilmente que ni siquiera llegaríamos
a percibirla. Veámoslo, pero antes advertiremos que es del todo impracticable
porque para llevarlo a término, habría que convencer antes a centenares de viejos
dinosaurios de la política y la economía, por no hablar de los incorregibles sindicatos:
Imaginemos que el gobierno de la nación nos hace la
siguiente propuesta fiscal: Todo lo que usted gaste en este año por encima del 70% de los
ingresos que obtenga, también en este mismo año, se beneficiará de una exención
fiscal del 5%. Lo que gaste por encima del 80% disfrutará de una exención del
10%. Y lo que supere el 90% llegará a una desgravación del 25%.
Veámoslo con cifras: Usted gana 100.000 € este año.
- Lo que gaste por encima de 70.000 hasta 80.000 le generará una desgravación neta de 5% sobre ese importe.
- Lo que gaste por encima de 80.000 hasta 90.000 le generará una desgravación neta del 10% sobre ese importe.
- Lo que gaste por encima de los 90.000 hasta los 100.000 le generará una desgravación neta del 25% sobre esa cifra.
- Lo que gaste por debajo de 70.000 o por encima de 100.000 no producirá ninguna desgravación.
Para acogerse a esta desgravación fiscal, bastaría con acreditar, en
la declaración de hacienda, los ingresos y el porcentaje que de esos ingresos se
han dedicado al consumo. La acreditación podría hacerse proporcionando las facturas
de compra o, más fácil aún, aportando los cargos en las tarjetas de crédito mediante
el sistema telemático que conecta a los bancos con la Administración pública. Una alternativa, automática, económica, rápida y transparente.
El ajuste anual de esta tabla de exenciones fiscales por tramos quedaría a cargo del correspondiente Ministerio de Hacienda/economía del país, sometido a su vez a directrices comunitarias, que dieran coherencia a la medida, en el seno del interés general de los miembros de la Comunidad Europea.
En nuestra opinión, con la puesta en servicio de este sencillo incentivo fiscal,
se conseguiría incrementar o reducir a voluntad la tasa de consumo, sin efectos colaterales, en función de la
situación económica del país y conjurar para siempre el problema recurrente
de las crisis económicas cíclicas generadas por el pernicioso retraimiento preventivo del consumo.
Adicionalmente, los ciudadanos se verían incentivados para declarar la totalidad de sus ingresos a fin de beneficiarse de la máxima desgravación posible, que será tanto mayor, cuanto más altos sean los ingresos declarados.
El método propuesto explota eficazmente el poderoso afán de beneficio egoísta
del ser humano. Una fuerza de la naturaleza irresistible y de la que hasta
ahora éramos rehenes durante los periodos de crisis económica. Simplemente se trata de poner al día los viejos
instintos ancestrales que se habían vuelto obsoletos, reconduciéndolos para supeditarlos al servicio del
nuevo paradigma que nos ha traído la economía suntuaria.