Todos
conocemos a personas con las que mantener una conversación resulta ser una
experiencia placentera y otras, en cambio, a las que tratamos de evitar porque,
aun antes de comenzar el diálogo, suponemos que vamos a vivir una mala experiencia.
Simplificando
mucho podríamos afirmar que los malos conversadores son aquellos que nos
proporcionan una experiencia desagradable o aburrida.
Dado
que las relaciones sociales son cruciales para el progreso y el bienestar de los
seres humanos y que la conversación es la piedra angular de esas relaciones,
trataremos en esta ocasión de dilucidar qué hace que una conversación sea divertida,
cuáles son los errores que convendría evitar y qué normas habría que seguir para
aspirar a ser buenos conversadores.
______________________________________________________
Yack:
Antes
de entrar en las técnicas que podrían ayudarnos a ser mejores conversadores, conviene
mencionar cuatro hechos probados, cuyo conocimiento nos ayudará a progresar
hacia el objetivo que nos hemos fijado:
1. La conducta humana, como la del
resto de especies, tiene como finalidad principal la de resultar útil al
individuo que la pone en práctica y a la especie a la que pertenece. Ejemplo de
ello serían la conducta alimentaria para el beneficio del individuo y la reproductiva
para los intereses de la especie.
2. Al pertenecer nuestra especie al
orden de los primates, somos, como el resto de nuestros parientes más cercanos,
animales sociales, lo que significa que necesitamos relacionarnos con nuestros
semejantes íntima y frecuentemente. Como ejemplo, citaremos el hecho de que la
soledad y el aislamiento nos causan sufrimiento y que unas buenas relaciones
sociales son una de las claves fundamentales de la felicidad.
3. Somos la especie más
inteligente, con diferencia, que habita este planeta, lo que nos proporciona
habilidades y capacidades superiores que nos elevan por encima del resto de las
otras especies animales.
4. Poseemos, gracias al lenguaje
hablado, la capacidad de intercambiar y compartir la información que contienen
nuestros cerebros. El lenguaje hablado, que sólo se ha desarrollado en nuestra
especie, constituye un avanzado sistema de comunicación a la altura de nuestro
poderoso intelecto. Gracias a la capacidad de dialogar, hemos podido reunir la
ingente cantidad de conocimientos que conforman la cultura humana, clave de
nuestro éxito evolutivo.
Y comenzaremos
nuestro análisis afirmando que las sociedades humanas se comportan como
supermentes virtuales, constituidas por cientos, miles o millones de cerebros
humanos interconectados entre sí.
Pero si las neuronas de nuestro cerebro se comunican
entre sí mediante sinapsis, los cerebros humanos se conectan entre sí con la
ayuda de sinapsis virtuales que denominamos "diálogos", siguiendo un
protocolo de comunicación que llamamos "lenguaje".
Y
gracias a nuestra capacidad para generar, almacenar y compartir información, la
especie humana ostenta la supremacía absoluta sobre los millones de especies
que pueblan el planeta Tierra.
Pero la
combinación de una mente excepcionalmente inteligente y un lenguaje sofisticado
no es condición suficiente para explicar la supremacía de la especie. Es necesario
añadir un punto importante que suele darse por supuesto y que aquí nos interesa poner
en valor.
En
efecto, para que funcione este modelo de organización, basado en la formación
de supermentes virtuales, se requiere que el intercambio de información entre
los individuos de la comunidad sea continuado y eficiente. Y para conseguir
este doble objetivo, la Selección Natural (SN) ha establecido un mecanismo
automático de recompensa (nos sentimos satisfechos cuando establecemos un
diálogo eficiente) y de castigo (sufrimos cuando quedamos aislados o no
conseguimos establecer comunicaciones relevantes con nuestros semejantes).
En
relación con la necesidad emocional de establecer conexiones eficaces no vale, por
ejemplo, que un niño se conecte (hable) con un físico nuclear sobre la
estructura atómica de la materia porque, en tal caso, ni los interlocutores ni la
comunidad sacarían provecho alguno de ese diálogo. Es necesario, por tanto, que
las conexiones (los diálogos) se establezcan selectivamente, buscando siempre
la máxima eficacia: un niño con otro niño de su edad o un físico nuclear con
otro físico nuclear o con un empresario que disponga de recursos para poner en
marcha su costoso proyecto tecnológico.
En la
misma línea de razonamiento, sería previsible que un científico que acaba de
descubrir un nuevo fármaco revolucionario, no dispusiera de mucho tiempo para
charlar con sus amigos y familiares sobre asuntos cotidianos porque sus
compromisos profesionales se lo impedirían.
La interpretación correcta de lo que está ocurriendo en este supuesto es
que en el interior del cerebro del científico se ha generado una información
extraordinariamente valiosa para sus colegas y para la humanidad en su
conjunto. A resultas de esta situación excepcional, un enjambre de mentes
ávidas de adquirir esa información, relevante para ellas, competirán por
conexionarse con el descubridor, y le dejarán poco tiempo libre para establecer
conexiones triviales.
También se dará el caso de que el científico de nuestro ejemplo, sentirá un
fuerte impulso interior a priorizar los diálogos con sus colegas, en relación
con los de ámbito privado y familiar, siguiendo el patrón natural e innato de
optimización de la comunicación entre individuos del grupo. Incluso dentro del
enjambre de colegas que pugnan por hablar con él, elegirá a aquellos que él
considera más relevantes, con más prestigio social, más receptivos, más capacitados, más cercanos a sus tesis, etc.
Y esto
nos lleva a afirmar que en la mente de cada ser humano existe una facultad que
le permite elegir entre todas las opciones disponibles de comunicación, aquella que es más relevante,
evaluando automáticamente los distintos aspectos del problema. El veredicto
final es percibido por el propio sujeto como "deseo" de establecer un
diálogo con un determinado interlocutor, antes que con otro.
Como se
verá, existen normas y protocolos complejos que regulan las conexiones entre
los seres humanos, que determinan el momento, la duración, el estatus social de
los interlocutores, la dirección en la que fluye la información, la edad, los
conocimientos y otras muchas circunstancias de menor importancia.
Desde
el punto de vista que aquí nos interesa, podríamos resumir este complejo
protocolo de comunicación humana afirmando que un buen conversador es aquel que
está en condiciones de establecer conexiones útiles, o al menos placenteras, con
sus potenciales interlocutores. Y avanzando un poco más, añadiremos que una
conexión relevante es aquella que interesa a ambos interlocutores.
Por
ejemplo, un interlocutor que nos ofrece algún servicio útil o deseable sería un
buen conversador, al menos durante el tiempo que estuviese proporcionándonos
información relevante sobre el asunto que nos interesa.
Consideremos, a título
de ejemplo, el diálogo que se establece entre el presidente de un club de
fútbol importante y una estrella del balompié que está buscando un contrato
millonario.
Consideremos
ahora otro dato importante: la Naturaleza recompensa todos los actos que
contribuyen al beneficio del individuo o de la especie. Y esto nos induce a
suponer que mantener una conversación relevante debe, necesariamente, tener asociada
una recompensa que nos estimule a mantenerla y a repetirla siempre que nos
resulte posible.
Entonces,
si esto es cierto, y sin duda lo es, podemos asegurar que las conversaciones
relevantes son, por lo general, divertidas y gratificantes para los
participantes. Y una vez establecida
esta correspondencia, podemos emplear el criterio de relevancia para identificar
las claves que hacen que las conversaciones sean divertidas, que era nuestro
objetivo inicial: aprender a mejorar nuestras habilidades en la comunicación
oral interpersonal.
Repasemos
ahora nuestra propia memoria para localizar las ocasiones en las que hemos
tenido conversaciones divertidas. A continuación, apliquemos las conclusiones
que hemos obtenido sobre la relevancia comunicativa y, por último, confeccionemos
una relación con todas las normas y prevenciones que deberíamos tener en cuenta
para ser buenos conversadores.
Supuesto
que ya hemos realizado esta labor de introspección e identificación de patrones,
ha llegado el momento de exponer los resultados para que el lector los coteje
con sus propias experiencias y extraiga las conclusiones a que hubiera lugar.
El
objetivo final de este esfuerzo de reflexión es el de ayudarnos a modificar
nuestra conducta en la dirección de hacernos mejores conversadores. Y la
finalidad última de hacernos mejores conversadores es la de ampliar nuestras
oportunidades para establecer relaciones sociales exitosas y productivas, que por
tanto sean -y esto es lo realmente importante- gratificantes, es decir, que nos
ayuden a ser más felices.
Y sin
más preámbulos, pasemos a analizar algunas de las conclusiones a las que hemos
llegado:
1 ¡Deja hablar a tu interlocutor!
Lo
mejor que podemos hacer mientras nuestro interlocutor habla con fluidez y entusiasmo
es mantener la boca cerrada en tanto no dé muestras de agotamiento o solicite explícitamente
nuestra intervención.
Conviene,
además, potenciar nuestro silencio con ligeros asentimientos de cabeza,
sonrisas, expresiones de espanto, sorpresa o aprobación, acompañados de comentarios
rápidos del tipo "de veras", "¡No me lo puedo creer!",
"¿Es posible?", "¿Y tú qué hiciste?", en consonancia con los
contenidos del relato.
Esta conducta, poco costosa para nosotros, incrementa la
diversión de nuestro interlocutor al comprobar este que permanecemos callados
(nos hemos quedado mudos de asombro), atentos a su relato y que la información
que fluye desde su mente penetra en la nuestra y surte los efectos deseados (asombrar,
sorprender, emocionar, divertir, etc.).
Visto
desde el punto de vista antropológico, cabría decir que ese feed
back positivo que le estamos proporcionando, confirma en nuestro
interlocutor la creencia de que ha establecido una conexión relevante con otra
neurona (nosotros) del gran cerebro colectivo al que pertenece. Sobra añadir
que esta constatación intelectual, provoca en nuestro interlocutor una descarga
automática de endorfinas que inducen una sensación placentera a corto plazo y una
elevación de su autoestima a medio y largo plazo.
No
debemos olvidar que nuestro interlocutor disfrutará de la conversación, solo
cuando se den una de estas condiciones:
- Que
esté recibiendo datos muy valiosos para sus intereses individuales. Por ejemplo,
información relevante sobre la persona con la que anhela establecer una
relación amorosa.
- Que esté proporcionando a su interlocutor
información relevante para los intereses de este. Por ejemplo, que le esté sugiriendo
cómo causar buena impresión en la importante entrevista de trabajo a la que se
enfrentará al día siguiente. Nótese que hemos asumido, por ser el caso más
frecuente, que el interlocutor es persona amiga, porque de ser un enemigo, el
placer estaría en proporcionarle información que le causara sufrimiento.
Conviene ahora hacer notar que, en
general, y dado que rara vez encontramos a un interlocutor con información realmente
interesante para nosotros, lo que suele ocurrir es que se establece una pugna instintiva por tomar el uso de la palabra y conservarlo
tanto tiempo como sea posible. De ahí que en las tertulias se requiera la
presencia de un moderador que impida que todos hablen a la vez en un afán
desmedido de emitir información antes que recibirla.
En
realidad, el afán de hablar, aun a pesar de no tener nada interesante que
decir, responde al deseo, que todos compartimos, por mostrar nuestras
capacidades y habilidades ante los demás, con la finalidad implícita de proporcionarles
motivos para que nos respeten, nos estimen y nos tengan en cuenta.
La
posibilidad de sorprender o interesar a otras personas con la información que
poseemos, es gratificante en sí misma, y además nos ofrece la oportunidad de
elevar nuestro estatus social si conseguimos, por medio de nuestra habilidad
dialéctica, erigirnos ante los receptores en una valiosa fuente de información
de calidad. Es el mismo principio que explica el hecho de que los medios de
información (periódicos, radios, cadenas de televisión, páginas Web, blog,
etc.) dediquen sus mejores esfuerzos a reclutar usuarios a toda costa, dado que
su propia autoestima dependerá del número y categoría de sus receptores.
Volviendo
al tema inicial, cabe añadir que el único inconveniente de mantenernos callados
y atentos al discurso de nuestro interlocutor sobre temas que no nos interesan,
es que para ello debemos adoptar el papel de mártir (sufrir en aras del bien
ajeno) y eso no suele ser agradable porque la pasividad comunicativa es
penalizada por la propia Naturaleza, siguiendo el mismo criterio que aplica a
la recompensa: la conveniencia de que nos comuniquemos eficientemente.
De ahí
que lo que suele hacer un mal conversador ante un interlocutor cuyo discurso no
le interesa, es interrumpirlo continuamente por todos los medios posibles para
tomar la palabra e imponer al otro su propio discurso. Con mucha probabilidad
tampoco su discurso interesará a su interlocutor, pues en otro caso, este se habría
callado espontáneamente, seducido por una alocución interesante.
En
definitiva, las malas conversaciones entre malos interlocutores suelen reducirse
a luchas por el control de la palabra durante lapsos de tiempo tan prolongados como
sea posible. Este tipo de conversaciones se basan en el pacto tácito de que
ambos intervinientes están dispuestos a soportar el sufrimiento de escuchar un
discurso aburrido a cambio del placer de emitir su propio discurso, igualmente de
aburrido, para su sufrido interlocutor.
Pero de
lo que se trata aquí es de mejorar nuestro estatus de conversador y no de caer
en la repetición de los estereotipos ineficientes de dialogo que manejan el
común de los malos conversadores. Vamos a ello.
Para convertirnos
en buenos conversadores, deberíamos alcanzar el doble objetivo de mantener un
silencio activo mientras habla nuestro interlocutor, y ser capaces de generar
una alocución brillante que tenga la facultad de interesar al receptor por
encima de su deseo de recuperar la palabra. Es decir, focalizar nuestros
esfuerzos en conservar el uso de la palabra en virtud de un discurso que
resulte interesante a nuestro interlocutor en lugar de recurrir al socorrido
ardid de emitir una alocución rápida y atropellada, sin pausas ni fisuras por las
que pueda "colarse" el indeseado discurso de nuestro oponente
dialéctico.
Así, en
lugar de luchar por conseguir la palabra por la fuerza bruta o por cansancio, habríamos
de trabajar para el fin de subyugar a nuestro interlocutor mediante la elección
de un tema que le interese, ejecutado con maestría y destreza. Es en ese noble
objetivo en el que debemos invertir nuestra energía.
En el
protocolo básico que regula las intercomunicaciones en el interior de la mente colectiva, la
comunicación tiende a fluir desde el cerebro más eficiente al menos eficiente,
del que posee la información de mayor calidad, al de menor calidad, del que
cuenta con mejores dotes dialécticas y fluidez verbal al que menos. Y si queremos
tomar la palabra, hagámoslo preparando algo que impresione y subyugue a nuestro
interlocutor, si es que aspiramos a ser buenos interlocutores en lugar de
interlocutores-plomo que basan su estrategia en no dejar hablar a nadie y además mantienen un
interminable y aburrido discurso que no concede al otro la oportunidad de
intervenir.
Podríamos
decir, por tanto, que el peor interlocutor posible es el que rara vez emite
contenidos interesantes y además no deja hablar a nadie con su cháchara
interminable sin resquicios.
En
resumen: Manténgase callado mientras su interlocutor habla con énfasis y
fluidez. Si el discurso no le interesa, aproveche el tiempo para pensar en qué
va a decir que pueda interesar a su interlocutor cuando usted tome la palabra. Hable
cuando se produzca una pausa y termine su conversación cuando se le agote el
tema o cuando advierta que su interlocutor desea hablar.
Evite a
toda costa una costumbre muy generaliza típica de los malos conversadores, que
consiste en interrumpir continuamente a su interlocutor, no dejarlo terminar
las frases ni las ideas, y peor aún, cambiar abruptamente de tema e incurrir en
cuestiones personales de autobombo o en asuntos que sólo le interesan a él
mismo.
Ejemplo:
A:
Acabo de recoger mi coche nuevo en el concesionario. Es una maravilla, figúrate
que tiene...
B: Pues
mi cuñado se compró el mes pasado un Mercedes impresionante. Mañana
precisamente vamos a probarlo en un viaje a La Coruña. Por cierto,
aprovecharemos para tomarnos unos chopitos en el restaurante que tiene mi amigo
Benancio, en el barrio viejo, a tres calles de la Plaza Mayor.....BLA, BLA, BLA.
Una
última observación:
Si su
interlocutor le interrumpe abruptamente sin que usted pueda preverlo, continúe hablando sin darse por aludido hasta terminar
la frase o la idea, si cree que puede resolverla en menos de diez segundos. Es
importante hacerse respetar y hacer llegar a nuestro interlocutor la idea de que aunque somos
generosos en concederle el uso de la palabra, no nos gusta que nos la arrebaten
arbitrariamente y sin previo aviso. Debemos enseñar a nuestros interlocutores,
con nuestra conducta generosa, y al mismo tiempo enérgica, coherente y
sistemática, el tipo de conversación que queremos tener. En la medida en que
este no se atenga a ese modelo, hagámoselo saber mediante una actitud de
indiferencia y silencio pertinaz, pero cuando, por el contrario, sea respetuoso con nuestro uso de
la palabra, premiémosle con un feed back positivo, mientras él tiene el uso de
la palabra.
2 No hable de sí mismo
No
olvidemos algo muy importante: el tema favorito de los malos conversadores es
hablar de sí mismos, de su vida feliz y plena, de su familia, de sus amigos, de
su perro, de sus viajes, de sus gustos y así hasta el infinito. Y lo que puede
ser aún peor, de sus penas, desgracias y frustraciones, repitiéndolas hasta la
exasperación.
Lo que parecen
ignoran este tipo de malos conversadores es que a nadie le interesa sus vidas,
ni sus gustos ni sus aventuras y desventuras. Es más, cualquier relato de un éxito,
ya sea real, exagerado o inventado, causa incomodidad en el interlocutor porque
los seres humanos somos envidiosos por naturaleza. Y puesto que nos incomoda el
bien ajeno (aunque lo disimulemos), un buen conversador debería renunciar al
placer mezquino que obtiene al imaginar el sufrimiento que provoca en su
interlocutor el relato de sus éxitos personales. Nuestros éxitos, aventuras o
desventuras personales, la mayor parte de las veces son extremadamente
aburridas para los demás, por lo que hay que evitarlas como norma, a menos que
haya un buen motivo, y rara vez lo hay.
En
cualquier caso, y si no podemos resistir la tentación malsana de contarlas,
debemos hacerlo empleando poco tiempo y sin
florituras, dejando que sea nuestro interlocutor el que decida si necesita, o no, más información.
Solo procedería ampliar la noticia si detectásemos una
inequívoca "avidez" en nuestro interlocutor por conocer más detalles,
sin olvidar que a menudo su interés solo será una manifestación de cortesía y deseos
de agradar, es decir, simulada.
También
debemos considerar que, en no pocas ocasiones, su curiosidad será malsana y estará
orientada a extraer información sensible que luego pueda utilizar, si se
presenta la ocasión, para desacreditarnos o menoscabar nuestra imagen ante
terceros.
Este
afán desmedido de alardear que tanto afea al ser humano, suele ser fuente de
nuestras peores y más perjudiciales indiscreciones.
Por
ejemplo:
A: Por cierto, al fin me publicaron el libro
del que te hablé. Ya te regalaré un ejemplar cuando me lo manden de la
editorial.
(¡) No
todos los días se publica un libro, y a todos nos gusta tener un amigo al que
le publican libros, para presumir de ello, por lo que el planteamiento de A puede
considerarse aceptable, sobre todo en la forma escueta en que lo plantea.
B: ¿De verás? Enhorabuena. Me alegro mucho de tu éxito.
A:
Tampoco es para tanto. Todos los días se publican miles de libros, pero muy
pocos llegan a ser conocidos. Esto de publicar es una lotería. Por ahora sólo
tengo una papeleta, pero no cuento con que me toque...
(¡) Visto
el escaso interés de nuestro interlocutor por los detalles, ponemos nuestro
éxito en perspectiva para neutralizar el ataque de envidia que ha sufrido y
cambiamos de tema.
A: Y
hablando de otra cosa, ¿en qué quedó el asunto aquel que te tenía tan
preocupado?
(¡) Le
ofrecemos el uso de la palabra y dejamos que se explaye con sus pequeñas vivencias.
Pero ¿qué hacer cuando nos enfrentamos a un interlocutor que habla de sí mismo sin
respiro, que nos cuenta un centenar de veces la misma historia, los mismos detalles
de su anodina biografía?
No hace
falta decir que lo mejor es evitarlo, si es posible. La norma general a seguir
con los malos interlocutores es eludirlos, pero no siempre es posible aplicar
esta solución y a veces nos vemos forzados a hablar con ellos por diversas
razones (sería el típico caso del cuñado pelmazo).
La técnica
paliativa que mejor resultados da en estas situaciones es mantenerse en
silencio a menos que se nos reclame nuestra opinión, mostrar poco o ningún entusiasmo
por lo que se diga, no hacer preguntas ni comentarios. Con nuestra conducta pasiva
le estamos enviando el mensaje de que sus palabras no encuentran eco ni
asentamiento en nuestra mente, o dicho de otro modo, que está hablando con una
pared. Y si como ya se dijo, las conversaciones más divertidas son aquellas que
consiguen trasladar información relevante a nuestro interlocutor (que inspiren
emociones y curiosidad en él), con nuestra actitud pasiva estamos desincentivando
su afán comunicativo, y con suerte, conseguiremos desembarazarnos de su incomoda
conversación.
Si no vislumbramos
una ocasión próxima para deshacernos de su plúmbea compañía, podríamos buscar
mentalmente algún tema que pueda resultar interesante tanto a él como a
nosotros mismos, para introducirlo cuando se produzca la primera oportunidad. Por
ejemplo, sacar a la palestra alguna noticia sorprendente de índole política,
económica o social, algún recuerdo de experiencias vividas juntos, o cualquier
tema genérico del que todos tenemos una opinión formada sobre la que poder
dialogar. Nuestra estrategia debe consistir en mantenerlo alejado de su tema
favorito: él mismo.
En
resumen, se trataría, de hacerle llegar subliminalmente, a través de nuestra
actitud pasiva o activa, gratificante o punitiva, qué temas debería escoger y
en qué forma debería conducirse cuando
dialoga con nosotros, al margen de cómo lo haga con los demás.
3 Elegir un tema adecuado
Por lo
general, los temas de una conversación surgen al azar, pero si se prevé que la
conversación se va a prolongar, conviene desviarla hacia un tema que resulte
divertido para nuestro interlocutor y, en la medida de lo posible, también para
nosotros.
En
todos los casos debemos evitar incurrir en el típico error de elegir un tema
que sólo nos interese a nosotros. Si no conocemos a nuestro interlocutor,
deberíamos explorar diferentes propuestas hasta descubrir qué puede
interesarle.
También
es buena idea dejar que él tome la iniciativa, lo que nos permitirá adivinar
cuáles son sus áreas de interés. Manteniendo al principio una conversación
variada y poco profunda que permita saltar de una cuestión a otra, será más
fácil encontrar un tema en el que se pueda profundizar más.
Hay que tener en cuenta que, por lo general, las conversaciones más divertidas tienen lugar en torno a
un tema interesante para ambos interlocutores, en el que se profundiza más allá
de lo habitual, lo que produce un fuerte vínculo emocional y el deseo de
repetir la experiencia. Sería un efecto parecido al de las fuertes emociones
que embargan a dos exploradores que se adentran en un paraje inexplorado y
descubren, juntos, secretos que sólo ellos conocen y comparten, frente al común
de los mortales.
Ejemplo:
A:
Vaya, que poca gente hay por las calles.
(Una
forma poco comprometida de iniciar el dialogo)
B: Si.
Debe ser las vacaciones. Todo el mundo se va a la playa.
(Aquí
aparecen dos posibles temas: el trabajo y las vacaciones.)
A: Qué
envidia ¿no? (A no se decide y pone una nota emocional, a ver por dónde tira
B).
B: Dímelo
a mí. Yo debería estar ahora en San Sebastian pero mi jefe me tiene secuestrado
hasta Agosto.
(Aquí
se podría optar por hablar de S. Sebastian y de las vacaciones que B pasa allí
o del trabajo, que podría derivar en una queja insufrible o en una oportunidad
para que B alardeara de lo importante que es para la empresa donde trabaja.
También A puede pasar de puntilla por esas dos opciones y explorar otros temas
más refrescantes, según sea el deseo de A en conocer la vida de B o de hacerle
pasar un buen rato.
A: Así
que veraneas en San Sebastian. ¿Qué tal es aquello?
A ha
decidido dejar que B se explaye con historias sobre sus experiencias en S.
Sebastian, lo que con seguridad proporcionará a B la doble satisfacción de
presumir de disfrutar de una vida plena y feliz
y de revivir los mejores momentos de vacaciones anuales ante un receptor
virgen, con su capacidad de asombro intacta. Seguramente repetirles las mismas anécdotas
a sus conocidos y familiares ya no resulta gratificante porque ha dejado de ser
una conexión relevante, al tratarse de una historia ya conocida por los
receptores.
A: Muy
cierto, es lo que tiene el trabajo. Cuando acumulas mucha responsabilidad, a
veces tienes que renunciar a tu vida personal en favor de la empresa.
(A
elige indagar sobre el tipo de trabajo de B y el estatus que posee en este
ámbito. También aprenderá algo sobre su conducta moral, sus sueños, sus
frustraciones, etc. Algo que puede ser útil si por alguna razón le interesa
conocer mejor a B, o muy aburrido e incomodo en caso contrario.
A: Pues
lo que acabas de decir me recuerda un artículo que leí ayer sobre lo difícil
que es decidir en el día a día. Según decía el articulista, la vida en la
ciudad estresa mucho por la cantidad de decisiones que tenemos que tomar
continuamente, con el inconveniente adicional de no saber nunca cuál es la mejor
opción.
(Aquí A
ha optado por una conversación filosófica que puede dar más juego si discurre
en la dirección correcta, es decir, si B no se lanza a contar una anécdota
personal que ilustre su propuesta filosófica. Es el riesgo que se corre con los
malos conversadores del tipo yoista).
Conviene
recalcar aquí, que el máximo disfrute en la conversación se produce cuando se
toma consciencia de que el interlocutor entiende y valora positivamente lo que
decimos, lo que implica que haya demostrado previamente ser un experto en el
tema a través de sus propias intervenciones. Por eso resulta tan conveniente
elegir un tema que los dos dominen. De esta manera ambos pueden hablar en la
seguridad de ser comprendidos y valorados por un interlocutor entendido. Una
vez más, el objetivo es establecer una conexión relevante.
Las
mejores amistades se dan entre personas entendidas y apasionadas por un mismo
tema, y de ahí que existan tantos clubes y foros en los que se fraguan rápidas
y productivas amistades. En tales casos, uno mismo percibe que ha encontrado
una oportunidad de hablar de un tema que resulta aburrido a la mayoría de los
semejantes, y en el que hemos invertido mucho tiempo y esfuerzo. ¡Por fin
alguien puede apreciar nuestra superioridad y valorarla en lo que vale!
Es
importante recordar que un buen tema de conversación no es el que a nosotros
nos apasiona, sino aquel que interese a, y sea conocido por, las dos partes, a
fin de que exista un intercambio de opiniones fluido y coherente entre ambos
extremos de la comunicación.
La
conversación perfecta es aquella en la que podemos verificar que nuestras
opiniones suscitan en nuestro interlocutor ideas y propuestas acordes con las
nuestras, que demuestran que ha entendido hasta en sus últimas sutilezas, nuestros
argumentos.
Para facilitar
este clima mágico, conviene exponer opiniones o anécdotas que puedan expresarse
en no más de 2 minutos, preferiblemente en torno a los 30 segundos, con el fin
de dar la posibilidad a nuestro interlocutor de que tome la palabra con
frecuencia.
Es
decir, yo expongo una opinión o una anécdota de no más de dos minutos, me callo
y mi interlocutor pregunta o cuenta otra al hilo de lo que le he contado, etc.
Dicho de otro modo, habría que buscar un formato en el que se produzcan
intervenciones alternadas por tiempos similares y, salvo casos excepcionales,
de duración menor de dos minutos. Sin olvidar el precepto de no hablar de uno
mismo ni de contar historias personales que por su propia naturaleza favorecen
el monopolio de la palabra, ya que nuestro interlocutor no puede opinar de
cuestiones que sólo nosotros conocemos. Es esta una vil estrategia de los malos
conversadores-plomo para acaparar el uso de la palabra.
4 No llevar la discusión al terreno personal
Una de
las razones principales del fracaso de la conversación, en su aspiración a
convertirse en una experiencia agradable y productiva, es la tendencia generalizada
a derivar las disputas hacia el terreno personal.
La
causa que origina el deslizamiento desde el dialogo civilizado hacia la disputa
personal se suele ignorar y de ahí la frecuencia con que se incurre en este
error. La manera más eficaz de evitar esta deriva es, sin duda, conocer las
causas, y es justo por esa importante cuestión, por la que vamos a comenzar.
El
proceso al que nos referimos, y que hemos de tratar de evitar a toda costa, se
atiene a este patrón general:
Se
inicia una conversación sobre cualquier tema y al poco tiempo se llega a un
punto de discrepancia.
En
lugar de mantener el dialogo en el ámbito del intercambio de argumentos
racionales, se pasa, sin ser consciente de ello, al terreno de la
descalificación personal, cuando no al de la ofensa y el insulto, maquillado o
no con palabras biensonantes. Lo que ha ocurrido en tales casos es que ante la
falta de argumentos sólidos con los que defender el propio posicionamiento, se
ha trasladado la disputa desde el terreno ideológico al ámbito personal. Y eso
por dos motivos:
- Sabemos
mucho más de nuestro interlocutor que del tema objeto de debate y por eso
suponemos que ahí la batalla se inclinará a nuestro favor. Es decir, trasladamos
la batalla a terreno conocido.
- Al
tropezar con argumentos contrarios a nuestras creencias y afirmaciones, se
dispara en nosotros las emociones propias de una agresión territorial y reaccionamos
instintivamente agrediendo a nuestro oponente con el propósito de hacerle
retroceder. Y nada más indicado para hacerle daño que los ataques directos a su
persona, al núcleo mismo de su sensibilidad individual.
Por
regla general, nuestro interlocutor al verse agredido en la personal
contraataca en parecidos términos y antes de que nos demos cuenta, nos
hallaremos sumergidos en medio de una disputa agria y personal que solo puede
acabar mal o muy mal.
Añadiremos
que, habitualmente, el que inicia esta deriva es quien tiene mayores
posibilidades de ganar la batalla en el terreno de la confrontación personal.
Esta circunstancia puede deberse a que
el transgresor posee un mayor conocimiento, experiencia o habilidad en el ataque
personal. Pero también puede explicarse por un mejor conocimiento de la
víctima, por contar con un ascendente sobre ella o simplemente porque interiormente
se sabe inferior en el tema que se está debatiendo. Y en cualquiera de estos
supuestos, prefiere trasladar el escenario de la confrontación al del
enfrentamiento personal, en el que se siente más seguro y con mayores opciones
de éxito.
Ejemplo:
A: -¿Qué
te ha parecido la película?
B: -Aburrida.
Creo que ese director debería dedicarse a otra cosa.
A: -Ya...
Basta con que me guste a mí para que le tomes manía.
(A ya
ha entrado en el terreno de la confrontación personal. Podría haberle dicho,
por ejemplo: Pues a mí me ha gustado. ¿Qué es exactamente lo que no te gusta de
su trabajo?).
B: Sólo
he contestado a lo que me has preguntado. Si quieres que te dé la razón, dímelo
de antemano. A mí no me gusta discutir, pero a ti te encanta.
(B ha
entrado al trapo. Ha aceptado (sin darse cuenta de que está siendo manipulado)
que la conversación ha derivado al terreno de la descalificación personal y
ahora ambos están enfrascados en una disputa que puede acabar muy mal.)
Una
respuesta inteligente de A podría haber sido: Tienes razón en una cosa, y es en
que le tengo manía. No me gusta la manera en que alarga cada escena hasta el
aburrimiento, ni su afán de llevar los sentimientos hasta lo patético. Pero ese
es solo mi punto de vista sincero. Es eso lo que querías ¿no?
Una vez
que se entra en el terreno personal, la conversación se torna tormentosa y los
reproches se suceden en incontrolable escalada, lo que suele acabar
en un enfado que enturbia las relaciones de la pareja y que, repetido durante mucho tiempo, puede
incluso acabar con la relación.
Para
evitar esta deriva, causa de innumerables conflictos y rupturas, hay que
mantener una vigilancia permanente para detectar cualquier intento de incursión
en el terreno personal por parte de nuestro interlocutor. Solo así podremos
inhibir a tiempo nuestra propia reacción instintiva de responder en el mismo
nivel personal desde el que hemos sido agredidos.
Si
deseamos poner en práctica esta estrategia, debemos asegurarnos de que ante la
primera provocación, nuestra respuesta sea tranquila y bien meditada. Ignorar la reseña a lo personal y dar
argumentos objetivos sobre nuestra última opinión, ignorando el ataque personal
del que hemos sido victima. Si nuestro interlocutor persiste en la misma línea
de descalificación personal, lo más indicado es hacer un largo silencio y si
nos interrogará sobre la razón de nuestro repentino silencio, habría que darle
una respuesta educada pero seca, sin apartarse de esta línea:
- Creo
que estás llevando la conversación al terreno personal y yo sólo quería hablar
de cine.
Si quieres
hablar de cine, estoy a tu disposición, pero si vas a continuar hablando sobre
mí, prefiero no continuar con esta conversación.
En resumen,
la fórmula es fácil de aplicar: no responder a ninguna de las provocaciones de
índole personal, y si insiste en la misma línea, permanecer en silencio hasta
que cambie de tema o de actitud. Si su avieso interlocutor le exige una
explicación sobre su silencio, repita siempre este argumento, sin salirse ni un
ápice de él, sin poner ejemplos, sin caer en cuestiones morales o personales.
Repita variantes de esta idea:
Estás
llevando la conversación al terreno personal y no estoy interesado en esta
conversación.
Con el
tiempo, y si mantenemos esta actitud, nuestro interlocutor evitará incurrir en
esta nefasta práctica, en la medida en que llegue a la conclusión, por propia
experiencia, de que la conversación se interrumpirá abruptamente tan pronto la
derive hacia el terreno personal.
Como
medida extrema ante el acoso continuado, y siempre que sea posible, aléjese de
su interlocutor sin dar explicaciones y
no regrese antes de 2 horas. Esta acción le dará ocasión para reflexionar,
calmarse y darse cuenta de que su actitud le ha hecho daño a usted, y lo que es
más importante, que también tendrá consecuencias para él mismo.
5 Reproches, flash back y quejas
Una
buena conversación, es decir, cualquier conversación que se plantee con el propósito
de disfrutar de una experiencia agradable, debe excluir reproches, quejas y
flash back.
Por
reproches nos referimos a comentarios sobre algún aspecto negativo o criticable
de la personalidad o de la actuación presente o pasada del interlocutor.
Ejemplo:
A: No
sé por qué tienes que aparcar siempre tan cerca de la acera. Vas a reventar los
neumáticos.
(Por
principio, hay que suponer que B no desea reventar los neumáticos y por lo tanto
el reproche o la advertencia es innecesaria. Como máximo puede decirse una
única vez en la vida, dado que no es una cuestión capital para nadie.
Los
flash back son reproches sobre hechos pasados y que, por tanto, no tienen
posible arreglo. El problema de los flash back es que pueden reeditarse sin límite,
por lo que representan una munición inagotable para alimentar las ametralladoras
de las disputas.
A: Qué
lástima que no fuésemos de viaje el pasado fin de semana. Mi amigo Antonio me
comentó que hizo un tiempo fantástico en la playa donde teníamos pensado ir.
B: Pues
si no fuimos fue por culpa tuya. Ya te dije que no había que hacerle caso a los
pronósticos meteorológicos que dan por la tele.
Aquí B
reprocha a A una decisión pasada, que además resultó razonable en el momento de
tomarse. Hay que tener siempre en cuenta que las predicciones pueden fallar
tanto en un sentido como en el contrario. B podría responder con otro ejemplo
similar imputable a A e iniciar una disputa interminable.
Para
evitar la aparición de flash back es necesario hacerse el firme propósito de no
criticar nunca sucesos del pasado y si lo hace el interlocutor, debe
negarse a entrar en el juego, es decir, enrocarse en el silencio. Si el otro insiste,
sólo debe insistirse en la idea de que discutir sobre algo que ocurrió en el
pasado sólo sirve para fastidiar el presente y el futuro. O lo que es
lo mismo: no voy a entrar en ese juego.
Las
quejas se pueden definir como comentarios negativos, a veces lastimeros, a
veces amenazadores, sobre algún aspecto de la realidad que consideramos injusto
y que desearíamos cambiar. En todos los casos debemos tener presente que el
concepto de "injusto" es subjetivo y de ahí que cualquier intento de convencer
a nuestro interlocutor de su error o de nuestro punto de vista sólo sirve para
iniciar una agria disputa.
Existen
quejas sobre aspectos externos ("Vaya tiempo más malo que hace" o "De
este atasco no salimos hoy"), sobre cuestiones presentes personales ("Ya
estás otra vez diciendo tonterías" o bien "Pareces una coliflor con
ese vestido" ), sobre cuestiones pasadas ("No sabes comportarte en
sociedad" o bien "Eres un peligro conduciendo") y también sobre
uno mismo ("No sirvo para nada" o bien "Con mi formación no voy
a encontrar trabajo nunca").
En
general, las quejas, de cualquier tipo, crean un ambiente lúgubre o depresivo
("Me parece que nadie nos libra del desastre" o "Estoy seguro de
que me van a echar de la empresa"), irritante ("No sé cuando aprenderás a ordenar tus
cosas" o "A ver si puede ser que pongas los platos pequeños en el
mismo montón").
Pero
siempre, cualquiera que sea su naturaleza o intención, degradan el dialogo y la
relación, por lo que hay que evitar incurrir en ellas y procurar no prestarle
atención cuando vienen de nuestro interlocutor. Y podemos estar seguros de que
con el tiempo, aprenderá a eliminarlas de su lenguaje, al comprobar que, una y
otra vez, no tienen eco, ni más reacción que el silencio y la indiferencia,
cuando no la huida física.
Únicamente
son aceptables, aunque en pequeñas dosis y solo cuando están justificadas,
aquellas quejas que se refieren a
elementos o situaciones externas y que constituyen elementos de acuerdo y mutuo
refuerzo. Por ejemplo:
A:
Tengo ganas de que acaben las obras en la calle. No se puede ni oír la tele.
B: Dímelo
a mí, ni siquiera puedo leer el periódico. Ojala sea cierto lo que me acaba de
comentar Luis. Me aseguró que terminan el sábado.
Pero
incluso en estos casos, al repetir el problema y hablar sobre él, se amplifica
su efecto depresivo sobre los dos interlocutores. Como norma, no comenzar conversaciones
que tengan como tema algún tipo de queja y si es el otro quien la inicia, sólo
cabe ignorarla o sumarse a ella añadiendo un sesgo de esperanza o un punto de
vista optimista que le quite hierro.
Lo que nunca debe hacerse es criticar a
nuestro interlocutor la acción de quejarse, porque eso constituiría en sí mismo
un reproche particularmente irritante y peligroso para el mantenimiento de una
buena comunicación.
En
resumen, para frenar las quejas de nuestro interlocutor, la única estrategia es
no darse por enterado y no entrar en el juego del enfrentamiento en ningún
supuesto.
6 Diplomacia en la gestión de las discrepancias
Todos
sabemos por propia experiencia que una conversación discurre por buen camino
mientras no aparezcan discrepancias importantes. Por otra parte, aceptar como
buena cualquier afirmación o creencia de nuestro interlocutor es una táctica difícil
de aplicar y que, a largo plazo, puede volverse contra nosotros, haciéndonos
quedar como vulgares corifeos, sin criterio propio ni personalidad. Un precio
demasiado alto que ni siquiera nos concederá ese estatus por el que hemos
sacrificado nuestra propia dignidad y autoestima.
Veamos
algunas normas que pueden ayudarnos a manejar las discrepancias:
- No emitir
nunca expresiones que pongan de manifiesto la discrepancia. Con esto queremos
decir que habría que suprimir del vocabulario expresiones como: "No estoy
de acuerdo contigo", "No comparto tu opinión", "Pienso todo
lo contrario", etc.
Seamos
conscientes de que una declaración inicial de desacuerdo no ayuda al dialogo ni
aporta nada positivo a la argumentación. Podemos omitirla, y en su lugar
desplegar la argumentación que corresponda, ganando con ello una actitud más
receptiva y amistosa en nuestro interlocutor.
Comenzar
nuestra intervención, en el caso de no estar de acuerdo con lo que se acaba de
escuchar, con expresiones neutras que denoten modestia y ausencia de
agresividad. Por ejemplo: "Mi
opinión es que...", " Por lo que he tenido ocasión de ver, yo diría
que...", "Hasta donde yo sé...", etc.
- Actuar
siempre desde la convicción profunda de que no es probable que consigamos
convencer a nadie de nuestras tesis y que por lo tanto, cualquier esfuerzo en
ese sentido será vano. Por esa razón debemos evitar a toda costa propiciar un clima
de hostilidad dado que no nos jugamos nada importante.
Recuerde siempre que un
dialogo no debe tener como objetivo principal convencer a nuestro interlocutor de
nuestras propias creencias, en especial cuando este se muestra reticente. El
objetivo principal de una conversación debe ser el de tener una experiencia
agradable, a través del establecimiento de una comunicación fluida de doble
dirección con un miembro de nuestro grupo.
Bien es
cierto que el objetivo natural de toda conversación es convencer a nuestro
interlocutor de nuestras tesis, porque eso responde al objetivo de la
Naturaleza que consiste en enfrentar ideas diferentes para que se imponga la
más eficaz. Sin embargo, no tenemos que ser esclavos de la Naturaleza.
Al ser
animales racionales podemos burlar los objetivos naturales en nuestro favor. El
truco, en este caso, consiste en que cuando detectemos que nuestro interlocutor se
muestra renuente, cambiemos el rumbo de nuestra actuación. Dado que el objetivo
primario de convencer se ha vuelto inalcanzable, pasemos el plan B, es decir, divertirnos o al menos evitar una situación incómoda.
Si, dejándonos llevar por nuestros instintos,
persistiésemos en el plan A, aun a costa de comprometer nuestro bienestar, sólo
conseguiríamos enfadarnos y deteriorar la relación con nuestro interlocutor, que
podría proporcionarnos, más adelante, otros servicios y experiencias agradables.
- Todos
sabemos que las conversaciones más divertidas, con diferencia, son las que
tratan sobre temas en los que hay acuerdo y coincidencia entre ambos
interlocutores. Sólo hay una excepción a esta ley y es cuando conseguimos
convencer a nuestro interlocutor, pero esta posibilidad es tan remota, que no
merece la pena considerarla.
Y si pese a todo, conseguimos que tenga lugar el prodigio, podemos
dar por seguro que cuando volvamos a hablar sobre ese mismo tema, meses
después, nuestro interlocutor habrá vuelto a su posición inicial.
Una
técnica muy potente para potenciar la experiencia positiva de nuestro
interlocutor es aparentar un desacuerdo inicial y posteriormente ceder a sus
argumentos proporcionándole con ello una sobredosis de endorfinas. Sin embargo
no se debe abusar de esta técnica y reservarla para casos muy especiales, casi
de vida o muerte.
Y la
razón es que nunca se debe repetir el mismo truco a la misma persona si
queremos mantener la magia de su efecto. En otro caso se nos llegará a
considerar como débiles mentales o bien se descubrirá nuestro ardid y
perderemos el respeto de los demás porque se sentirán engañados y manipulados en
lugar de sentirse inteligentes y grandes polemistas, por obra y gracia de nuestra
maniobra oculta.
Este
sería el caso de dejarse ganar al ajedrez por nuestro oponente para
proporcionarle una buena experiencia. Para que funcione, debemos ganarle de vez
en cuando para que nos valore como buenos contrincantes y disfrute más sus
victorias. Cuando descubra nuestro juego, perderá el interés de jugar con
nosotros y nos considerará personas poco fiables.
- Si
manejamos bien el dialogo, podemos crear la impresión en nuestro interlocutor de
que es inteligente, ocurrente y brillante. Y lo más importante es que nos
asociará con esa sensación placentera y nos buscará como agua de mayo, pensando
que somos seres deliciosos e inteligentísimos, cuando solo nos hemos convertido
en espejos amables, como los que hay en los vestidores de las tiendas de ropa.
Bien es
cierto que la Naturaleza trata de condicionarnos para establecer diálogos
relevantes para el bien de la comunidad. Y si entre dos mentes hay desacuerdo,
es comprensible que se produzca una batalla para intentar establecer una verdad
común, pero en la práctica, esto funciona pocas veces y de ahí que sea más conveniente
renunciar a este objetivo en beneficio del más egoísta de pasar un buen rato y
reformar los lazos de amistad, que también es una estrategia adaptativa.
Al fin
y al cabo, vivimos en un mundo donde son los científicos quienes se encargan de
descubrir y establecer la verdad, por lo que nosotros, liberados de esta
responsabilidad social, podemos y debemos concentrarnos en establecer buenas
relaciones sociales. Si nuestro interlocutor se empeña en afirmar que la tierra
es plana o que la homeopatía tiene valor curativo, hagamos un primer intento de
sacarlo de su error, pero si comprobamos que no vamos a conseguirlo, es mejor
optar por acabar con ese tema recurriendo a una solución de compromiso: Lo
cierto es que yo no soy un entendido en este tema y no tengo una opinión fundamentada.
Tal vez tengas razón dado que lo has estudiado en profundidad.
- En el
fragor de la discusión no hay que olvidar nunca que nuestro objetivo al
conversar debe ser, prioritariamente, obtener una experiencia agradable, tanto
para nosotros como para nuestro interlocutor. En la medida en que empiece a
sentirse incomodo y malhumorado, se está saliendo de su objetivo.
Un buen
conversador nunca permite que su termómetro emocional sobrepase la temperatura
de confort. Y para enfriar el ambiente, sólo tenemos que fijar nuestra atención
en poner en marcha las maniobras y técnicas de apaciguamiento que ya se han
descrito (cambiar sutilmente de tema, guardar silencio, expresar nuestro
desconocimiento del tema). Lo que nunca debe hacerse es incurrir en reproches o
criticas personales, por muy justificadas que estén, del tipo: "No tienes
que ponerte así por tan poca cosa", "Ya has vuelto a perder los
estribos", etc.
En
general, debemos aplicar frases de enfriamiento que no impliquen reconocimiento
o sumisión hacia nuestro interlocutor, porque estaríamos enviándole el mensaje
de que se puede salir con la suya perdiendo la compostura y eso sería a la
larga contraproducente para él y para nosotros.
Convendría emplear expresiones que no pongan en cuestión lo que él dice, pero sin por
ello renunciar a nuestro posicionamiento ni al trato amistoso y respetuoso. Por
ejemplo: "Si
estás tan seguro, tal vez lleves razón, aunque yo no acabo de verlo así. Déjame
un tiempo para que lo piense"o bien: "Bueno,
creo que hemos mantenido una conversión en la que ambos hemos tenido ocasión de
exponer con detalle nuestros respectivos puntos de vista sobre el tema. Me ha
resultado muy útil conocer todos esos
argumentos que hasta ahora desconocía, y aunque sigo con mis convicciones, ha
sido muy interesante oírte. Tenemos que repetir este debate cuando haya
reflexionado un poco sobre todo esto.
- No
citar nunca lo que previamente ha dicho nuestro interlocutor, con la intención
de poner en evidencia sus propias contradicciones. Esta es una de las tácticas
que más irritan, tanto si la contradicción es real o si se trata de una
interpretación sesgada por nuestra parte, voluntaria o involuntaria. Es una
táctica peligrosa porque eleva la temperatura hasta el punto de que puede
entrarse en un nuevo nivel de agresión.
Debemos
limitarnos a expresar argumentos autoevidentes, mientras seamos capaces de
expresarlos con tranquilidad y sean recibidos por nuestro interlocutor sin irritación.
En el
caso de que sea nuestro interlocutor quien cite lo que nosotros hemos dicho, y lo
haga sesgadamente, hay que evitar entrar en una discusión absurda sobre lo que
hemos o no hemos dicho. Lo mejor en estos casos es ignorar la cita y si nuestro
interlocutor insistiera en ello, limitarse a decir: " Si es eso lo que
crees que he dicho, no he debido expresarme bien. Si quieres saber lo que
pienso sobre este punto, no tengo inconveniente en decirlo".
7 No cuestionar las creencias
En el
caso de que nuestro interlocutor manifestara creencias absurdas, religiosas,
conspiratorias, etc. debemos ser muy prudentes en nuestras réplicas porque si
hay algún tema inmanejable, ese es precisamente el de las creencias absurdas.
Nunca
hay que intentar convencer a nuestro interlocutor de que sus ideas son
estúpidas porque eso le ofenderá y hará aún más difícil que cambie sus ideas.
Si existe alguna posibilidad, aunque sea minúscula, de cambiar las creencias de
nuestro interlocutor, esta desaparecerá tan pronto provoquemos su enfado.
En el
supuesto de que los intereses o el bienestar de una persona a la que apreciamos
estuvieran en juego por razón de esa creencia estúpida, limitémonos a expresar
con tranquilidad nuestras dudas razonadas, aportando opiniones de expertos y
añadiendo ejemplos de lo que puede ocurrir si se confía y se aplican esas creencias.
Sería recomendable, además, que nos ilustremos a fondo sobre el tema, en
fuentes fiables, antes de abordar el desafío de hacerle entrar en razón.
Volviendo
al caso más usual, es decir, aquel en el que esa creencia no va a tener
repercusiones directas o indirectas sobre nosotros, conviene seguir estas
normas:
Si nuestro
interlocutor se muestra insensible a nuestros argumentos e insiste con
vehemencia y convicción en los suyos, (completamente absurdos desde nuestro
punto de vista), lo más práctico es dejarlo hablar y mantener un silencio
educado hasta que se canse. Si nos pregunta sobre nuestra opinión, podemos
salir del paso diciendo: "Lo cierto es que no tengo formada una opinión
definitiva sobre este tema…", o
bien, "Es una cuestión muy complicada para poder opinar con fundamento.
He leído artículos que apoyan lo que tú dices pero también he leído otros que
expresan dudas fundamentadas. Por ahora no sé qué pensar aunque me resultado
muy interesante conocer tu punto de vista".
En
resumen, de lo que se trata es de convertir lo que podría derivar en una
discusión acalorada y frustrante, en una experiencia agradable, al menos para
nuestro interlocutor, y neutra para nosotros, lo que ya es todo un éxito.
En
estos casos, siempre podemos adoptar la socarrona actitud de divertirnos oyendo
los múltiples disparates que dice nuestro interlocutor, e incluso hacerle
algunas preguntas para sondear la profundidad de sus errores conceptuales. Sería
como convertirnos en un cirujano cargado de curiosidad que ante un enfermo desahuciado, se
documenta en la naturaleza y extensión del mal para conocer el malfuncionamiento
del cuerpo humano. Un conocimiento que nos resultará muy útil para relacionarnos
con nuestros semejantes.
Es
decir, en lugar de adoptar el papel de mártires ante el aluvión interminable de
insensateces que surgen de la boca de nuestro contrincante, adoptaremos la actitud
de un estudioso de la naturaleza humana y trataremos de divertimos desde ese
rol, en tanto nuestro interlocutor se desfoga alegremente y se siente feliz al
sentirse comprendido o al menos escuchado con respeto.
Tomemos
el habito de considerar cualquier conversación que se plantee en el futuro como
un reto personal, que consistirá en gestionarla de tal manera que resulte una
buena experiencia compartida, antes que intentar a toda costa imponer dialécticamente
nuestra tesis. Si intentamos esto último, solo conseguiremos, en el mejor de
los casos, humillar a nuestro interlocutor y en el peor enfadarnos y debilitar
las relaciones con nuestro ocasional oponente.
En
resumen: adaptemos nuestro dialogo al nivel de nuestro interlocutor, pero
controlando en todo momento que no se produzcan situaciones tensas de
enfrentamiento agresivo ni de desprecio o falta de respeto. La consecución de
este logro siempre nos reportará, como poco, la satisfacción personal de haber
sido capaces de llevar a buen fin nuestro propósito inicial y sin perjuicios
colaterales.
Cada
conversación puede dar un fruto diferente. Lo importante es evaluar, al poco
tiempo de haberla iniciado, qué es lo máximo que podemos esperar de ella e ir directamente
a por ello.
8 Pensar por anticipado nuestra intervención
Por lo
general, comenzamos a hablar arrastrados por una pulsión que surge desde lo más
profundo de nuestra mente. El mecanismo cerebral encargado de la comunicación
social nos impulsa a expresar nuestra propia opinión en relación con lo que oímos
en cada momento, con independencia de que sea o no lo más adecuado para
nuestros intereses.
Una de
las tácticas más potente para mejorar nuestra intervención es pensar por
anticipado lo que vamos a decir.
Esta técnica
tendrá, entre otras, la virtud de reducir el número de nuestras intervenciones,
lo que nos evitará decir imprudencias de las que luego podamos arrepentirnos.
Además nos permitirá reflexionar sobre lo dicho anteriormente, y conformar un
mensaje más claro, conciso y coherente.
Si nos
obligamos a nosotros mismos a no dejar que escapen de nuestra boca las palabras
bajo el impulso irreflexivo y placentero de soltar lo primero que se nos ocurre,
mejoraremos considerablemente nuestra buena imagen como conversadores.
Nuestros
interlocutores nos juzgan por el número, calidad, coherencia y oportunidad de
nuestras intervenciones, así que si hay una reflexión previa, nuestra imagen
subirá muchos puntos en función del
tiempo que dediquemos a preparar las contestaciones, que será el mismo que
concedamos a nuestro interlocutor para desfogarse.
Los
buenos conversadores hablan poco, pero cuando lo hacen dicen cosas que merece
la pena escuchar, razón por la cual, todos guardan silencio y prestan atención.
Los malos conversadores hablan mucho pero aportan poca información útil, por lo
que nadie los escucha, dado que suponen que cuando comienzan a hablar sólo van
a decir naderías o insensateces.
No
debemos olvidar que la importancia de un emisor se mide por la calidad de la
información que aporta, y que cada receptor se forma su propia opinión sobre el
emisor, y emplea esa opinión para valorar por anticipado la conveniencia de
escucharlo o no, de dejarlo hablar o de impedírselo. Crearse fama de mal
conversador, garantiza que nadie nos escuche, en especial cuando hay más de un
interlocutor disponible.
9 Calidad formal de la elocución
Elevar
nuestro estatus de conversador, en su vertiente de emisor de contenido, es una
necesidad que no puede descuidarse, porque para ser un buen conversador no basta con ser un buen escuchador.
También resulta imprescindible hablar de vez en cuando y asegurarnos de que
nuestras intervenciones sean de calidad, porque sólo así los demás tendrán
interés en conversar con nosotros.
Ya
vimos al principio que cada individuo intenta interaccionar con el interlocutor
de mayor rango y calidad que sea posible, y para cumplir este requisito, se
hace necesario demostrar nuestro estatus cada vez que tomamos la palabra. Esto
significa que, si bien es cierto que nos gusta que nos dejen hablar, también lo
es que no estamos dispuestos a perder nuestro tiempo con un interlocutor que está muy por debajo
de nuestro nivel. Por ejemplo, el director de una gran empresa rara vez
mantendrá una conversación con un mozo de reparto, por muy receptivo que este
se muestre. Y la razón es que sólo son divertidas las conexiones relevantes, es
decir, entre iguales o superiores, en cualquiera de los sentidos que puede
entenderse el término "superior" en el ámbito de una conversación
concreta (de mayor o menor edad, más rico, más simpático, más atractivo, con mayor capacidad de decisión, mejor adaptado, etc.).
La
manera en que se conduce nuestro interlocutor, su vestimenta, su porte, su
cargo, su estatus, su edad, su forma de hablar, la claridad, variedad y calidad
de los contenidos, la gracia y dominio con que los expresa y otros muchos
factores van a determinar el hecho de que obtener su atención nos resulte
interesante o no.
Veamos
algunas recomendaciones para mejorar nuestro estatus de interlocutor:
Responder
pronto y con ingenio es una demostración de talento y de capacidad
comunicativa, porque cuanto menos tiempo se tarda en realizar una tarea
difícil, mayor es el mérito, el dominio
y la capacidad que se demuestra.
Sin
embargo, con frecuencia se cae en el error de replicar a nuestro interlocutor
casi instantáneamente, porque es lo que vemos hacer a los demás y en especial a los triunfadores. Frente a este
mal habito de contestar "al vuelo" cabe la estrategia contraria, es
decir, la de habituarnos a responder pausadamente y difiriendo la respuesta dos
o tres segundos por norma, incluso cuando ya conocemos la respuesta.
Esto
nos concede un tiempo extra que nos libra de no pocas meteduras de pata y
mejora la calidad de nuestras intervenciones. Si tenemos por costumbre
contestar inmediatamente, a riesgo de decir insensateces, cuando difiramos la
respuesta algunos segundos, estaremos indicando que nuestro cerebro no consigue
encontrar una respuesta y eso transmitirá una imagen de debilidad a nuestro
interlocutor. Sin
embargo, si tomamos la costumbre de esperar dos o tres segundos antes de
responder, esta peculiaridad será interpretada como un fuerte autocontrol sobre
nuestras acciones y emociones, y si además viene acompañado de una respuesta
inteligente, original y bien fundamentada, nuestros interlocutores esperarán
con paciencia e interés la respuesta cuando finalmente nos decidamos a darla.
Las
personas de mente rápida, lo que no significa necesariamente, profunda, juegan
la carta de la velocidad, pero si poseemos una mente lenta, lo que es
compatible con la profundidad y la excelencia, tendremos que habituarnos a una
forma de dialogar que optimice esa circunstancia personal.
Adicionalmente
hay muchos otros aspectos formales de nuestro discurso a los que tenemos que
prestar atención para ir mejorándolos, porque de su perfeccionamiento y
coordinación dependerá, en buena parte, la calidad de nuestras experiencias de
relación con los demás. Veamos
algunos puntos a considerar:
- Vocalizar
con claridad, para que el discurso resulte fácilmente legible. Si a los demás
les resulta difícil entendernos, nadie se sentirá interesado por saber lo que
decimos, dado que eso le va a suponer un esfuerzo adicional. Sería el caso de
un texto escrito a mano y con una caligrafía poco legible. ¿Quién se tomaría la
molestia de averiguar qué dice habiendo tantos textos perfectamente legibles?
- Entonar
adecuadamente para expresar con exactitud y claridad los sentimientos y
emociones que acompañan al mensaje. Una buena entonación es esencial para el
establecimiento de conexiones eficientes, porque las emociones son fundamentales
para darle sentido e interés a los contenidos. Ayuda mucho prestar atención a
los expertos (políticos, actores de doblaje, personajes públicos seductores,
etc.) y realizar ejercicios de autoaudición para mejorar nuestras habilidades.
Consideremos
que hay personas que tienen un talento innato y sin esfuerzo consciente captan
e incorporan a su propia forma de hablar, las técnica más eficientes que
detectan en los demás. Sin embargo, no todos poseemos esas cualidades, pero sí
que podemos compensarlas en buena medidas mediante un esfuerzo consciente y
sistemático.
- Es
crucial termina las frases y las ideas durante nuestras intervenciones. A
veces, mientras estamos desarrollando una idea, se nos cruza otra que
consideramos más interesante y cortamos abruptamente nuestro discurso para
reiniciarlo en otro punto distinto.
Esta práctica
denota inestabilidad mental, falta de fijación, ideas e intenciones poco claras
y cambiantes, lo que nos convierte, por ese simple hecho, en un receptor/emisor
de bajo nivel.
Conviene
habituarse a pensar por anticipado la idea que vamos a desarrollar, considerar
si conviene exponerla, y si finalmente
nos decidimos por salir a la palestra, pongamos toda la atención en expresarla con
la mayor claridad y expresividad posible. Y tan pronto como la terminemos,
guardemos silencio en lugar de recrearnos añadiendo vaguedades. Cada
intervención nuestra sólo ha de contener una idea potente y clara y no una
sucesión ilimitada de opiniones flojas y carentes de interés.
De
hacerlo así, nuestro interlocutor sacará la conclusión, basada en su propia
experiencia, de que cada vez que tomamos la palabra, le convendrá callarse y
escuchar con atención lo que vayamos a decir, sabiendo que será breve y que,
por tanto, no tendrá que interrumpirnos para retomar la palabra.
En este
sentido, debemos acostumbrarnos a contar una historia o expresar una idea y
callarnos. No enlazar una historia con otra hasta agotar la paciencia de
nuestro interlocutor, como suele hacerse con frecuencia. Con esta conducta le
estaríamos obligando a estar más atento a una pausa nuestra, para interrumpirnos y comenzar su
perorata, que a lo que estamos diciendo.
Una vez
más, recordamos que una intervención normal debería estar en torno a los 30
segundos y no sobrepasar nunca los 2 minutos.