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¿Qué es el arte?

El arte ha sido siempre objeto de polémica, no sólo por el fuerte componente subjetivo que comporta, sino por las diferentes valoraciones de que ha sido objeto una misma obra a lo largo del tiempo en función de las modas dominantes. Entre otros temas, trataremos de concretar una fórmula para medir el valor del arte e investigar las razones de la variabilidad del valor del arte en función del observador y la época.
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Warrior:

Antes de entrar en la definición de lo que es el arte, me gustaría hacer una breve introducción sobre quién lo hace y qué función tiene.

La respuesta a la primera pregunta es muy clara: lo hace el hombre. Las obras de arte son objetos físicos elaborados por el hombre: así, por ejemplo, una vasija griega, una pirámide egipcia o una pintura rupestre. En cuanto a la función, la contestación es más complicada pues ha ido variando a lo largo de la historia. Las representaciones de animales en las cuevas de Altamira y tantas otras muestras de arte primitivo parecen reflejar, antes que una preocupación por la forma, los esfuerzos del hombre para hacer frente a la Naturaleza y extender sus poderes a un entorno hostil. Es decir, que según los investigadores, parece ser que en toda manifestación artística primitiva intervienen factores mágicos, míticos y sexuales como valores predominantes. Con posterioridad, estas funciones dejan pasos a las religiosas, que imperan en la Edad Media, y a las informativas de la realidad exterior, que cobran singular relieve en el Renacimiento. En cambio, en nuestros días, la predilección de las artes por la forma ha privilegiado la función estética, minimizando las primitivas y tradicionales.

El actual término arte procede de la voz latina ars, y bajo esta forma pasó a las lenguas románicas. Ahora bien, el pensamiento antiguo apenas se preocupó por separar el arte propiamente dicho, en su actual sentido restringido, del oficio o la técnica de cualquier artesano. Tan artístico era el oficio de un alfarero, un constructor o un carpintero como el de un pintor, un flautista o un malabarista de la palabra; las obras que producían se consideraban todas manifestaciones de una destreza o habilidad adquirida. Pero ya los griegos separaron las artes en serviles y liberales, según exigieran o no el trabajo corporal. A partir del Renacimiento se generaliza la denominación de bellas artes, aplicándolas a las manifestaciones relacionadas con la belleza. En el arte moderno se emplea la división en artes puras y artes aplicadas, según la obra esté desvinculada de finalidades externas (como la pintura abstracta) o belleza mezclada con funcionalidad (como el diseño de un avión). No obstante, dada la vaguedad de la noción de belleza, actualmente ha perdido su significado original y se emplea con cierta arbitrariedad, hablándose incluso de la estética de lo feo o de lo deforme

Pero, ¿qué es el arte? La variedad de objetos que reciben la denominación de artísticos desde el Coliseo de Roma hasta un cuadro de Picasso, desde una estatua de Buda a una joya etrusca, hace prácticamente imposible definir lo que es el arte. Por otra parte, si adoptamos una perspectiva histórica, nos damos cuenta de que objetos que actualmente calificamos como artísticos, en otras épocas no hubieran recibido este tratamiento. Cabe preguntarse, por ejemplo, bajo que óptica los hombres del Paleolítico superior veían las pinturas rupestres, las estatuillas de hueso o marfil, o los instrumentos para la caza, Nunca lo sabremos a ciencia cierta, pero sí sabemos, que en el siglo actual los objetos artísticos pueden ser tan diferentes, e incluso contradictorios, como una obra arquitectónica, una pintura abstracta, ciertos “objetos encontrados” como en las obras de Marcel Duchamp o determinadas fotografías.

El arte, a diferencia de la ciencia, no puede reducirse a un conocimiento claro y distinto de su objeto. Si muchas veces experimentamos una cierta sensación de fracaso ante una obra de arte, no es tanto por incompetencia como por desmesurada ambición, por enfrentarnos a las obras artísticas como si fueran objetos de precisión. Hace ya tiempo que el arte se deslindó de lo lógico, aunque sin eliminarlo totalmente, por lo que condiciona nuestra comprensión del arte. El concepto de arte, es por tanto, una abstracción.

Sin embargo, a pesar de ser un concepto abstracto y abierto si podemos establecer ciertas coincidencias a lo largo del curso de la historia, al menos en lo que se refiere a la estética occidental. Concretamente, en los dos últimos siglos, junto a las sucesivas versiones y correcciones de la noción de arte como hacer y como imitación de la realidad circundante, el arte ha sido también interpretado como juego, como expresión y como lenguaje.

El tema del arte es tan extenso y profundo, que sería necesario, al menos, un libro para desarrollarlo. Sin embargo, no quiero terminar sin abordar el tema de la valoración artística.

Todos conocemos que mientras las obras de determinados períodos o artistas logran alcanzar elevadas cotizaciones, las de otros llevan una azarosa existencia mendingando el respeto de la crítica y el público. La valoración depende en mayor medida del juicio crítico que del gusto. Los continuos cambios de valoración de la obra artística se deben a que el valor estético no es un estado ni puede garantizarse de una vez por todas, sino que es impulsado por la lectura abierta e inacabada de cualquier obra, tal como va cristalizando en las sucesivas interpretaciones personales y colectivas. Toda pretensión de fijar criterios de valor es problemática y, por lo general, está abocada al fracaso. En efecto, es evidente que cualquier criterio es relativo y deudor del marco de referencia en que le situemos, no pudiendo enjuiciar una obra con un esquema preparado para otra. Excepcionalmente, sin embargo, nos encontramos con obras que son capaces de urdir una tupida red de relaciones en un abanico de direcciones abierto tanto a las lecturas presentes como futuras: éstas son las consideradas obras maestras.

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Yack:

Pocos conceptos son tan etéreos y controvertidos como el arte, de ahí que empezaremos por la parte más difícil y polémica: su definición. A partir de este marco tendremos alguna posibilidad de avanzar en el tema que nos ocupa.
El arte es todo aquello que cumple tres condiciones:
1 Realizado por el hombre. Una flor, una puesta de sol, no es arte.
2 Ejecutado por un artista. El artista es aquel que ha demostrado, al menos una vez en su vida, una destreza excepcional en la ejecución de una obra de índole artística. Por supuesto, la determinación de si un individuo es un artista concierte a la sociedad en su conjunto.
3 Realizado con el único propósito de despertar la admiración estética de los seres humanos. Una silla, un automóvil, un ordenador no pueden ser arte por la única razón de que han sido construidos para desempeñar una función no artística.
No obstante podría considerarse que existen objetos que, aun poseyendo una utilidad, cuentan con un plus “artístico” que ha consumido recursos intelectuales y tal vez físicos que sólo se han podido justificar desde la intención “artística” y no puramente práctica. Sería el caso, por ejemplo, del edificio del Vaticano, que además de cumplir el objetivo de acoger a seres humanos para protegerlos de las inclemencias del tiempo, ha sido diseñado con unl plus artístico para que sea objeto de admiración estética.
Sin embargo, con esta definición no conseguimos resolver el eterno problema de determinar si una obra humana es arte o no, porque la frontera que traza esta definición es demasiado amplia y difusa, aunque no sea responsabilidad de la definición sino de la subjetividad de uno de los parámetros que intervienen. Me refiero a la segunda, es decir, a la determinación de si la destreza invertida en la realización de una presunta obra de arte rebasa el límite que separa al aficionado del auténtico artista.
Van Gogh es el típico ejemplo de un “aficionado”, incapaz de vender ni una sola de sus obras, que fue encumbrado por las siguientes generaciones a la categoría de artista genial. Y con este ejemplo, llegamos al núcleo del problema. ¿Cómo podemos determinar si Van Gogh sólo fue un aficionado mediocre como creían todos sus contemporáneos o un genio indiscutible como se cree en el siglo xxi. ¿Existe alguna forma de abordar esta cuestión?
Trataré de aportar algunas ideas que nos permitan afrontar con cierto nivel de objetividad este arduo problema epistemológico:
Comencemos con establecer un axioma clarificador que arroje alguna luz sobre el problema: “La categoría artística de una obra debe poderse establecer a partir, únicamente, de la observación de la obra”. Es decir, la evaluación debe poderse hacer, es más, debe hacerse prescindiendo de cualquier información que se refiera a su autor, a la época en la que fue realizada y a las influencias que recibió o generó.
Aunque en la práctica, este axioma es uno de los factores que menos cuenta en la valoración de una obra, especialmente moderna y especialmente pictórica, nos servirá de hilo conductor en la difícil navegación que nos proponemos realizar por el océano de la subjetividad.


Innovación afortunada
La valoración de una obra puede variar desde la mediocridad a la genialidad dependiendo de que el artista haya hecho una aportación nueva al campo del arte y esa aportación se haya convertido, por pura casualidad, en el eje de un movimiento artístico posterior de gran envergadura cuyo único mérito es que se ha puesto de moda.
Sería el caso de los representantes del impresionismo, muchos de ellos aficionados mediocres, incapaces de sacar una plaza de profesor en la academia de bellas artes por su incapacidad manifiesta. Estos fracasados, debido a su escasa destreza, tomaron una deriva revolucionaria en la que su incapacidad pictórica quedaba convenientemente oculta, pero fueron tocados por la diosa fortuna que los convirtió en los protagonistas del nuevo e inesperado rumbo que tomó la moda artística.
En una obra impresionista, las deficiencias técnicas y la torpeza resolutiva son aceptadas y hasta elevadas a la categoría de hallazgo expresivo y, siguiendo este razonamiento demencial, se llegó a considerar obras artísticas a auténticos lodazales donde se mezcla aleatoriamente la pintura y toda clase de elementos que en otro caso reposarían en los basureros municipales.
A pesar de la exorbitante cotización que han adquirido las primeras obras impresionistas, en la actualidad un cuadro impresionista realizado por un artista desconocido carece del plus impresionista. Y eso por una sencilla razón: Es mucho más fácil de pintar una obra impresionista que otra de acabado clásico.

La interpretación
La proliferación del arte abstracto ha abierto una oportunidad de oro a millares de aficionados mediocres que, sin embargo, han sabido hacerse un lugar en el floreciente mercado del arte con la ayuda consciente o no de los “expertos” del arte, que cómo los grandes modistos, determinan lo que está bien y lo que está mal ante una sociedad lanar, carente de criterio propio que se deja arrastrar mansa y confiadamente en todo aquello que concierne al arte. La típica expresión “Es que yo no entiendo…” que exhalan frente a una tela cubierta de manchas de pintura, es la expresión última de la estupidez humana.
Mientras que en tiempos de Miguel Ángel hasta el más humilde pocero se consideraba capaz de ejercer de c ritico del gran artista, ahora se necesita la opinión de un “experto” para determinar si ciertas obras son basura o grandes realizaciones de un genio. En no pocas ocasiones, la mujer de la limpieza de un museo ha arramblado con alguna de las obras expuestas creyendo (y con razón) que eran basura. En no pocas ocasiones obras realizados por niños de 5 años a los que su madre había entregado un papel y unas acuarelas, han ganado premios internacionales de arte moderno.
No quiero decir con esto que todo el arte abstracto sea una estafa, pero sí que lo es al menos un 70%. El arte no necesita ser explicado ni comprendido. Es responsabilidad del artista disponer en la obra todo aquello que el espectador necesita para experimentar los sentimientos que el autor desea inducir. Si no lo consigue en un alto porcentaje de casos, hay que hablar de un fallo del autor y no de una incapacidad del observador.


Fetichismo
Si nos colocan delante una obra y una buena copia de ella, sólo los expertos sabrán distinguirla y, si es lo suficientemente buena, tendrán que echar mano de escáneres y análisis químicos para determinar cuál es la original y cual la copia. El original puede valor cientos de veces más que la copia, aunque no puedan distinguirse.
Para explicar este contrasentido hay que echar mano del principio fetichista, en virtud del cual, un objeto adquiere un valor excepcional por su relación casual con elementos que son objetos de veneración. Por ejemplo, un zapato de Marilin Monroe alcanza un valor que no tendería si no hubiera estado vinculado a un personaje mítico. Lo paradójico de esto es que el zapato ejercerá la misma emoción en el coleccionista si realmente perteneció a Marilin o si fue sustituido subrepticiamente por otro igual en algún momento del pasado.
Por otra parte la diferencia en la valoración de las obras de arte auténticas, respecto a las de autor desconocido, es la base de un floreciente mercado del arte que defiende con uñas y dientes los expertos, marchantes y mercachifles que trafican con él.
El colmo de la irracionalidad puede verse en las reproducciones litográficas en las que se marcan los ejemplares para que el comprador sepa que sólo hay “n copias como esta” y ese conocimiento de exclusividad compartida le produce tanto placer que está dispuesto a pagar por él en función del máximo de copias que se realizan. Según el axioma que establecimos al principio, sería indiferente para el observador inteligente que la obra fuese única, el original o una entre varios millones de copias idénticas e indistinguibles. Únicamente estaría justificada la preferencia del original, en la medida que ofreciese un conjunto de propiedades (saturación, textura, etc.) de las que careciesen las copias. Este sería el caso de originales pictóricos o escultóricos.
Siguiendo con la distinta valoración de las copias y el original, aunque sean indistinguibles, podría argumentarse que no tiene mérito copiar una obra ya realizada en la que se han resuelto multitud de problemas técnicos como el encaje, la composición, la gama tonal, etc. Pero también esta diferente valoración es aplicable a una obra inédita atribuible o no a un determinado autor. Si, por ejemplo aparece un presunto Cezanne inédito, su valor no va a depender tanto de lo que contenga el lienzo como de que se puede determinar si fue pintado por Cezanne. Es decir, se valora el objeto y no su contenido, que es lo único importante desde el punto de vista artístico.
Si bien es cierto que para el observador inteligente debe ser indiferente las circunstancias externas a la propia obra observada, como el hecho de que sea una copia o un original, es evidente que a la hora de valorar el mérito de un determinado artista es relevante el hecho de ser un copista o un autor original pero, como dijimos, este hecho no debe influir sobre la valoración artística (que no económica) de la obra de arte en sí.
Así pues, habría que distinguir (y no siempre se hace) entre el valor artístico de una obra (y este no dependería de nada ajeno a la obra misma) y el valor económico que estaría determinado por multitud de factores emocionales y subjetivo que poco o nada tendrían que ver con el arte mismo.

Prestigio del autor
En la valoración de una obra de arte interviene, tal vez como el factor más decisivo, su autor, o mejor el prestigio actual de su autor. En el prestigio de un autor influyen factores como el lugar y la época en la que nació, sus avatares vivenciales, las anécdotas y todos aquellos rasgos de su personalidad que le llevaron a ser famoso, etc. La valoración del Guernica, por ejemplo, está muy relacionada con el prestigio de su autor aunque en torno a ese basamento se han añadido complejas circunstancias a implicaciones políticas pasadas y presentes.
Una obra, por muy mediocre que sea, puede convertirse en una joya de gran valor si se descubre que ha sido realizada por un autor con prestigio. En ese mismo instante su cotización sube extraordinariamente y tanto los expertos como los aficionados empiezan a descubrir portentosas cualidades en la obra. En este sentido, una obra artística funciona como un test proyectivo, en el que el sujeto ve aquello que desea o espera ver.
Hasta los defectos más garrafales de perspectiva, encaje o de ejecución técnica, son elevados a la categoría de “conmovedoras resonancias de su angustia existencial” cuando no se explican como un intento deliberado de “despreciar el formalismo técnico y romper con sus ataduras malsanas”. Y por supuesto, siempre se encuentran multitud de pequeños detalles geniales que corroboran el talento que previamente se le ha asignado y sobre todo la perspicacia del crítico que las formula.
Los críticos de arte, al igual que los adivinos o los echadores de cartas, suspenden su juicio hasta conocer la autoría de la obra objeto de su peritaje, con objeto de ahorrarse un espantoso ridículo. Sólo cuando están seguros de la autoria, se lanzan a una interminable loa de las excepcionales virtudes de la obra.
Es decir, se establece que un individuo es un artista y a partir de ese momento, se estudia su obra, cualquiera obra suya, bajo el supuesto de que se está ante una gran obra de arte y si no lo parece es culpa de la impericia del observador. Sólo el experto debe ser capaz de descubrir y demostrar la destreza sublime que subyace en la obra mientras que el común de los mortales demuestra su torpeza al no identificarla como una obra de arte.
En definitiva, cualquier circunstancia que no se atenga al axioma principal, es irrelevante para valorar una obra de arte, porque una valoración que depende de factores tan cambiantes como las modas, la opinión de expertos que no coinciden entre si y el azar no tiene valor real objetivo. La única valoración asumible de una obra de arte es la que emana de un ser humano que la observa prescindiendo de todo aquello que no está presente y visible en la obra observada.
Para valorar una obra de arte, habría que aplicar el sistema doble ciego que se emplea en ciencia para dilucidar cuestiones subjetivas. Esta prueba consistiría en encerrar a un “experto” con una obra inédita y hacerle valorar del 1 al 10 los diferentes factores artísticos.
Si la valoración entre diferentes expertos no es razonablemente parecida, habría que concluir que son unos estafadores que se aprovechan, fomentan y explotan la papanatería humana.
Si bien es cierto que hay disciplinas científicas que no pueden valorarse ni comprenderse si no se tiene una sólida formación, para valorar el arte no se necesita ninguna preparación, aunque si puede ser admisible que cuanto más implicado esté un observador en ese tipo de arte, más matices apreciará. Pero en ningún caso debemos valorar una obra de arte según criterios impuestos desde fuera sino únicamente dejándonos llevar por nuestro sentido artístico. A veces coincidiremos con la mayoría y otras no pero es debido a que cada observador tiene gustos y sensibilidades diferentes.
Se da el caso, además, de que una obra artística puede no gustarnos, pero al mismo tiempo podemos valorar que se trata de una gran obra y viceversa. Podemos leer una novela que nos aburra y darnos cuenta de que es una gran obra literaria y también podemos sentirnos muy interesados por una historia que, sin embargo, entendemos que no es una gran obra. Por ejemplo, podría no gustarnos la Piedad de Miguel Ángel porque representa una escena sacra que nos desagrada, pero podemos admirar la destreza artística del autor que reconocemos en ella.


¿Es esto una obra de arte? ¿Podría contestar el lector sin ninguna vacilación?

Nuestra respuesta es que sólo es arte aquello que despierta nuestra admiración colectiva como reacción emocional al simple acto de observarlo.

Los valores y principios en la educación de los hijos

Durante el desarrollo de la tertulia anterior surgió el tema de los valores que los padres deben transmitir o inculcar a sus hijos para ayudarles a llevar una vida plena, feliz y productiva.
Para dar respuesta a esa cuestión, se ha elegido como tema de esta tertulia la definición de los valores o principios que sean lo suficientemente sólidos y generales como para que sirvan de ayuda a los hijos sin provocarles conflictos e incompatibilidades con los nuevos modelos sociales en continua evolución. También se hablará de las estrategias que deben seguirse para alcanzar este objetivo.

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Yack:
En lugar de elevados principios morales, he preferido en beneficio de la utilidad, elegir algunas recomendaciones que considero útiles para la vida práctica, seguidas de una estrategia para inculcarlas en los hijos.

1 Cuando hables de alguien ausente, hazlo siempre como si estuviese presente. Eso te dignificará a los ojos de los demás.

Dar ejemplo y cuando el hijo incumpla esta norma mostrarle nuestro rechazo y cuando la cumpla nuestra simpatía, pero siempre con la actitud y nunca explícitamente con palabras.

2 Ser honesto en todo momento, con los demás y consigo mismo. La traición a los demás y a los propios principios, siempre se paga a largo y medio plazo. El atajo que se salta la propia ética, nunca es rentable, aunque pueda parecerlo.
Dar ejemplo, premiar la honestidad y castigar la mentira, la traición y el uso de atajos ilegítimos.

3 Utiliza el tiempo libre para aprender cosas positivas, pero recurriendo siempre a fuentes fiables y honestas, validadas por tu padre. El conocimiento es el único caudal que puede llevarse siempre consigo y el más valioso de todos porque sirve para resolver todo tipo de problemas y reencontrar, cada vez que nos perdemos, el camino que conduce hacia la felicidad.
Establecer desde el principio una repartición del tiempo libre, dedicando una parte a la diversión y otra al aprendizaje de habilidades útiles y productivas tales como leer libros escogidos o al menos autorizados, escribir, aprender el uso del ordenador, música, arte, etc.

4 Poner en todo lo que se hace por necesidad o placer el mayor interés posible sin escatimar esfuerzos ni considerar la relación coste/beneficio. Si se invierte suficiente interés, casi cualquier cosa puede convertirse en un reto apasionante, en una fuente de conocimiento y satisfacción y en una ocasión de forjarse un espíritu vigoroso optimista y positivo.
Premiar las actitudes positivas más que los resultados conseguidos en actividades incómodas como estudiar, hacer tareas poco agradables, etc.

5 En la relación personal, si quieres mantener a tu lado a una persona, busca la forma de hacerla feliz cuando esté físicamente a tu lado y cada vez que lo consigas considéralo un éxito personal del que sentirte orgulloso y no un favor que le has hecho y que te tendrá que devolver.
El propio ejemplo en la relación con la pareja, familiares y amigos.

6 En las relaciones humanas, desconfía por principio y en principio de todo y de todos, pero actúa siempre de manera que parezca que confías en la bondad de todo el mundo compatibilizando ambos principios de tal forma que nadie pueda saber cuál de los dos es el que rige tus actos. La razón ética de este comportamiento, aparentemente hipócrita, está en la necesidad de compatibilizar el noble deseo de no ofender a los demás manifestando nuestra desconfianza hacia ellos, sin por ello quedar indefenso ante las personas que voluntaria o involuntariamente pueden hacernos daño con su conducta.
Con el propio ejemplo en las relaciones sociales y la manifestación de enfado o satisfacción no verbal en los casos que se observe un comportamiento inadecuado en el hijo.

El papel de la autoridad en la educación de los hijos

En los últimos 50 años la sociedad se ha cuestionado seriamente el papel de la autoridad en general y muy particularmente en la educación de los hijos. ¿Es necesaria la autoridad? ¿Hasta dónde hay que llevarla? ¿Se puede educar sin autoridad? ¿Cómo conservar e imponer la autoridad?
La tertulia se plantea la búsqueda de respuestas a estas cuestiones y posibles soluciones prácticas para una educación más eficiente y enriquecedora.

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Yack:
El problema que tienen los padres con la educación de sus hijos deriva directamente del cambio que ha experimentado la sociedad en los últimos 50 años. Este cambio, que podríamos llamar "el sindrome del buenismo" presupone que se puede alcanzar cualquier objetivo social sin molestar ni doblegar la voluntad de nadie y que la autoridad, la represión o el castigo son innecesarios y condenables legal y moralmente.


La relación paterno-filial, como casi todas las formas de relación humanas, conlleva un componente importante de lucha jerárquica por el poder.

Educar a un hijo implica torcer y violentar continuamente su natural tendencia a la obtención de placer inmediato y sin esfuerzo, obligándolo a recorrer tortuosos y complicados caminos para que se convierta en un miembro apto para vivir en sociedad. A esto se le llama "educar".

Solo así es posible reprogramar sus circuitos neuronales para reemplazar el comportamiento salvaje y egoísta que trae de fábrica por otro colaborativo en el que tenga cabida el altruismo y la generosidad, aunque sólo sea como un cálculo consciente o inconsciente de beneficio a largo plazo: "Si soy bueno con los demás, los demás lo serán conmigo".

Pero para doblegar continuamente la voluntad del hijo y obligarle a hacer lo que no quiere e impedirle hacer lo que desea, se necesita la autoridad que, básicamente, es un mecanismo con capacidad de impartir órdenes de obligado cumplimiento y de inflingir dolor moral o físico si no es obedecido.

Ante la disyuntiva de hacer algo incomodo (como estudiar) o algo divertido que conlleve un castigo (como irse a un salón recreativo en lugar de asistir a clase), el niño opta por la opción menos mala, es decir, por hacer algo incomodo que no tenga asociado un castigo.

Sin embargo, los niños actuales se dan cuenta, en torno a los 15 años, de que la autoridad del padre se basa en un farol, en una amenaza que no puede cumplirse por dos buenos motivos:

- Porque el padre está condicionado genéticamente para no dañarlo. Todos hemos oido a nuestros padres la frase falsamente amenazadora, pero realmente claudicante: "¡Si no fueras mi hijo...!".

- Porque la sociedad ha cometido el monumental error de quitarle el derecho de recurrir a la coerción necesaria para poder imponer su autoridad. Y no hablo de castigos desproporcionados y abusivos, sino de los razonables.

Cuando el adolescente toma conciencia de que puede actuar con total impunidad y de que está tratando con un adversario jerárquico que carece de capacidad disuasiva real, comienza la demolición sistemática de la autoridad del padre hasta dejarlo reducido a la condición de un mero financiador, necesario pero incomodo, de sus crecientes gastos.

La única estrategia posible, por parte de los padres, pasa por no olvidar en ningún momento que las relaciones padre-hijo son una guerra jerárquica que inexorablemente acabará ganando el hijo y que cada error que cometan se pagará con un retroceso hacia la derrota final.

Para diferir ese doloroso momento, en el que los padres se convertirán en un reos dentro de su propio hogar, y perderán su capacidad para proteger a sus hijos de su inmadurez e inexperiencia, sugiero estas normas:

1 No discutir nunca con los hijos ni mostrar enfado explicito por nada de lo que hagan o dejen de hacer. El enfado explicito es signo de debilidad y es utilizado por el hijo para evaluar los limites de su oponente y planear con mayor exactitud el próximo enfrentamiento. Así pues, ante un acto de nuestros hijos que nos desagrade, hay que mantener una calma absoluta, sin proporcioonar ninguna información sobre nuestro estado de animos. Dejemos que ellos la interpreten, y al hacerlo, pondrán atención en comprendernos y en complacernos, porque sólo conseguirán algo de nosostros sin nos complacen. Y lo contrario de complacer, es enfadar.
Además, el enfadar a un adversario jerárquico, sin riesgo de castigo, proporciona placer y puede convertirse en una buena razón, por sí misma, para incordiarlo y oponerse a sus mandatos y directrices.


2 El padre debe condicionar la concesión de cualquier beneficio extra (ropa a la moda, sueldo, piscina, televisión, ordenador, videojuegos, viajes, etc.) al grado de simpatía que exista en cada momento con el hijo y nunca establecer derechos que el hijo pueda exigir o tomarse por su propia cuenta. La idea es que el niño asocie el placer con el estado de ánimo del padre en relación a él. La norma es: Cuanto mejor sea, tanto más satisfacciones recibirá.

Asímismo, el padre no debe conceder ningún benéfico en respuesta a una reclamación, justa o no, por parte del hijo, sino siempre como un acto espontáneo e impredecible en cuantía y momento que dependa, únicamente, de su deseo caprichoso de condecerselo. Naturalmente esa generosidad, debe ser una respuesta al comportamiento del hijo, pero no conviene que sea un impulso inmediato y automático, sino producto de un estado general de satisfacción.

No hay nadie más temible que aquel que se comporta arbitrariamente, y nada más reconfortante y positivo para las relaciones que el conocimiento de que la única forma de obtener beneficios de una persona, pasa por despertar su generosidad.

3 En ningún caso, el padre debe explicar por qué concede o deniega un deseo al hijo. La razón de ello es que es preferible que sea el hijo el que realice el esfuerzo de descubrimiento y comprensión de las reglas que le permitirán conquistar la simpatía del padre. Al hacerlo él, ese conocimiento le resultará incuestionable (una ley de la naturaleza) y muy valioso en cuanto representa la llave para acceder al placer que puede conseguir a través del padre. ¡Nada de explicaciones sobre la propia conducta!

4 Ponerse de acuerdo con la pareja en los principios para llevar una política de total coherencia y a ser posible dejar en manos de uno de ellos (que puede ser el padre o la madre) la responsabilidad de conceder todos los beneficios, delegando en él la última palabra. De no hacerlo así, el hijo jugará con los dos y, además, recibirá el mensaje de que los derechos y las obligaciones, los premios y los castigos son relativos y diferentes según los gestione el padre o la madre. Estas diferencias sólo pueden evitarse condicionando siempre las deciciones importantes a la autorización del otro conyuge.

El niño tratará de dirigirse, en cada caso, el más tolerante para solicitar favores, evitando a aquel con el que no se ha portado bien. La forma de cortocircuitar esta estrategia es la de hacerle ver que cualquier decisión tiene que ser validada por ambos conyuges.
Ante una petición al conyuge A, éste puede denegarlo sin más o bien decirle: "Por mí vale, pero se lo tienes que decir a tu padre/madre".

En ningún caso, puede haber ningún desacuerdo entre ambos padres, y menos aún sobre cuestiones que conciernen al niño. Es necesario acordar, como norma, poder absoluto de ambos padres para conceder o denegar deseos, aunque siempre supeditados a la validación por parte del otro conyuge.

El niño tiene que entender claramente que los dos padres representan una misma voluntad y que es inutil comprar el favor de uno para evitar al otro.

En las decisiones realmente importantes, los padres deben discutir las disensiones en lugares dónde no pueda oírlos el niño, ni nadie (hermanos, familiares, amigos) que puedan hacerle sabedor del conflicto.

5 Naturalmente es imposible llevar a rajatabla todas estas normas porque el resto de la sociedad las ignora y el hijo se siente en el derecho de no recibir un trato discriminatorio y eso se transforma en rencor en lugar de aceptación. Estas recomendaciones son sólo directrices para diferir la derrota final, que hay que administrar con buen sentido.

La idea es ir cediendo prerrogativas antes de que su mantenimiento se vuelva insostenible, pero cada vez que se ceda un derecho hay que hacerlo de tal forma que parezca un premio a la responsabilidad acreditada por el hijo y nunca una cesión ante una presión insostenible, porque en tal caso el hijo sacará la conclusión que puede conseguir ventajas mediante la presión.

Warrior:
Parto del principio de que lo único que nos separa de los animales es la educación y la cultura y que, por tanto, sin educación el ser humano seguiría siendo un homínido.
Yo creo que, para educar a los hijos, lo primero es partir de unos valores o principios que compartan el padre y la madre. Recalco que en esos valores deben de estar de acuerdo los dos progenitores, pues sería muy negativo para el hijo recibir informaciones contradictorias.
También quiero hacer notar que sin el ejemplo de los padres no vale para nada decir valores que no se cumplen. El niño hace lo que ve, no lo que le dicen. Un ejemplo sería si el padre dice “¡No tires los papeles al suelo!” y el hijo ve como su padre lo hace. Evidentemente ese niño tirará los papeles al suelo.
A continuación voy a mencionar una serie de valores que para mí son imprescindibles para educar a un hijo, y hacer de éste una persona y un ciudadano. El orden en que están puestos no significa que sean unos más importantes que otros:
A)Autoridad. No en el sentido de imponer a alguien su criterio, sino la autoridad que da el conocimiento. Un ejemplo claro sería la autoridad del piloto en un avión, pues hay que obedecerle no por imposición sino porque es el único que conoce el manejo del aparato y de él depende la vida de los pasajeros.
B) Respeto. A los demás, a todo lo viviente y a las cosas.
C) Sentido crítico.
D) Amor a la verdad.
E) Amor al conocimiento.
F) Coherencia.
G) Sentido de responsabilidad.
H) Compromiso.
I) Amor a la naturaleza.
J) Amor a la belleza.
K) Amor a la justicia.

Es evidente que estos valores que quieren transmitir los padres tendrán que estar en consonancia con los de la sociedad. Desgraciadamente no parece que la sociedad vaya por ahí, pero la sociedad no es un ente abstracto sino que está formada por seres humanos, los cuales si llegan a ser bien educados cambiarán la sociedad.