El conocimiento
Nacemos con un cableado sináptico que nos permite realizar las funciones básicas y nos proporciona cobertura para el posterior desarrollo de las funciones intelectuales superiores. Pero es a lo largo de la vida, cuando realmente adquirimos el conocimiento que nos permitirá adaptarnos óptimamente a nuestro entorno.
Tal vez la pregunta clave, en el orden práctico, sea la de si existe un conocimiento erróneo y dañino y otro correcto y beneficioso.
Por lo que sabemos, la historia está llena de ejemplos de conocimientos falsos (la tierra plana, teorías religiosas, etc.), que prosperaron durante siglos e incluso milenios, ocasionando guerras sangrientas, absurdos sacrificios humanos y costosos retrasos en desarrollo técnico y científico.
Aún hoy, en el siglo xxi y en los países más avanzados, más de la mitad de la población sigue aplicando en su vida cotidiana creencias erróneas, basadas en la magia, la fe, el error y el fraude y, por esta razón, la humanidad aún sigue pagando un alto precio por razón de no haber erradicado definitivamente los conocimientos erróneos con los que convive.
Y esta situación nos lleva a una pregunta crucial: ¿Cómo puede diferenciar el ciudadano medio de un país civilizado, los conocimientos válidos de los erróneos?
Y la respuesta es que no existen fórmulas sencillas de aplicar. Y una de las principales razones para ello es que las falsas creencias suelen ser emocionalmente gratificantes y, por esa misma razón, han llegado a formar parte fundamental del armazón vital y emocional de muchas personas. Por ejemplo, el marxista convencido, no puede renunciar a la gratificante convicción de que aplicando el materialismo dialéctico puede interpretar fácilmente cualquier aspecto abstruso de la realidad. Tampoco el creyente está dispuesto a sustituir su modelo beatifico y providente del universo por otro frio y amenazador desprovisto de todo atisbo de compasión y amabilidad hacia su persona.
Como recetas a tener en cuenta a la hora de adquirir conocimientos validos, cabría considerar las siguientes:
- No leer todo tipo de libros, pensando que todo aquello que está impreso y ostenta un autor conocido y prestigioso, es digno de leerse, y menos aún, de creerse o tenerse en cuenta.
- Desconfiar de los autores antiguos y clásicos, tanto más cuanto más antiguos, porque su prestigio está basado en la admiración irracional por lo vetusto y añejo y sus ideas, por razón de la época en que fueron pergeñadas, suelen ser obsoletas y equivocadas en su mayor parte.
- Leer siempre autores modernos y de prestigio internacionalmente reconocido, que disertan sobre temas que conocen a fondo y sobre los que hay consenso general. Ignorar las teorías extravagantes por muy sugerentes que puedan resultar.
- En temas emocionales, éticos y virtuosos, desconfiad por principio de cualquier teoría que no esté fundamentada en sólidas bases científicas y, en todos los casos, validarla con la propia experiencia, sin arriesgarse, para probarla, con experimentos en el ámbito personal.
- En materias relativas a la salud, cuestiones científicas y técnicas, atenerse siempre a la opinión de la comunidad científica, representada por el consenso de los científicos más relevantes en cada campo. Hay que recordar que un científico, aisladamente, no es fiable si disiente de la opinión de la comunidad científica.
En resumen, hay que ser muy conservador a la hora de elegir los contenidos, recurrir siempre a material publicado en el siglo xxi, no dar credibilidad a las ideas revolucionarias que aún no han sido aceptadas mayoritariamente e informarse en Internet de la valoración que se hace del autor y de la teoría antes de dedicar tiempo a su estudio. Naturalmente hay que consultar lugares de seriedad reconocida (Wikipedia, Enciclopedia británica, revistas acreditadas como Nature o Investigación y ciencia, etc.) y comparar las respuestas hasta encontrar coincidencia.
No hay que olvidar que, si bien algunos de los más grandes científicos fueron en su momento revolucionarios, de cada millón de revolucionarios sólo uno lleva razón y los demás están equivocados. Como no podemos saber de antemano cual es el que está en lo cierto, lo más práctico y razonable es rechazar, por principio, cualquier idea revolucionaria por muy atractiva que nos parezca. Recordar que de cada millón de locos, sólo uno es un genio incomprendido, pero sólo se le puede identificar después de que haya quedado acreditada su genialidad por el resto de los cuerdos.
Así, Einstein pudo pasar por un excéntrico en un primer momento, pero cuando se constató que llevaba razón fue elevado a la categoría de genio. La comunidad científica sólo rechaza a los locos, pero admira y venera a los genios revolucionarios que demostraron tener razón.
Hay mucha gente que piensa que cualquier loco con ideas extravagantes es un genio incomprendido, pero la realidad es que existe una alta probabilidad de que efectivamente sea un loco incomprensible.