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Cómo debe ser la filosofía del siglo XXI

Bien entrados ya en el siglo XXI, podemos constatar, con cierto estupor, que buena parte de la población profesa hacia la filosofía y, aun peor, hacia los filósofos, una suerte de admiración que a menudo raya en la veneración. 

Pero aun descubrimos un hecho más inquietante si cabe: La mayoría de estos apologetas se declaran incapaces de explicar qué es exactamente la filosofía, para qué sirve y cuál es el objeto de su estudio.

Y tal vez la razón de que no lo sepan esté en que la filosofía no admite una definición clara, no sirve para nada y tampoco cuenta con un objeto claro de estudio.

Entonces, -cabría preguntarse- si esto es así, ¿por qué se llama este blog "Tertulia filosófica Puerta de Toledo"?

En esta ocasión trataremos de aclarar qué es la filosofía, cómo debería ser la filosofía del siglo XXI y de paso, por qué se llama así este blog.
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Yack

Hubo un tiempo en que las criaturas que poblaban este planeta sólo eran capaces de hacerse tres preguntas: cómo comer, cómo no ser comido y cómo tener sexo.

Pero esta situación inicial cambió cuando un extraño mono lampiño descendió de los árboles y aprendió a caminar sobre sus cuartos traseros. Su cerebro creció más allá de todo límite imaginable y como resultado de ello apareció sobre la Tierra la especie que ahora conocemos como "homo sapiens sapiens", lo que viene a significar: el mono que sabe que sabe. Y el resto ya es historia.

Cuando la especie humana aprendió algunos trucos (el fuego, la rueda, los metalurgia, etc.) y dispuso de suficiente tiempo libre para pensar sobre cuestiones no vinculadas a la supervivencia, apareció la filosofía.

Esta primera versión de la filosofía, que podríamos definir como "deseo de conocer" surge de la combinación de tres factores: 
  • Un cerebro muy potente. 
  • Mucho tiempo de ocio.
  • Un instinto de exploración muy desarrollado, heredado de los primates.

Y es en este escenario inédito donde surgen las primeras preguntas no relacionadas directamente con las tres cuestiones fundamentales. Por ejemplo: ¿qué son esos puntos de luz que brillan en el cielo nocturno?, ¿qué ocurrirá después de la muerte con nuestra conciencia?, ¿quien hizo el mundo y para qué?, etc.

En principio, podría parecer que estas preguntas carecen de interés práctico, pero analizadas desde la perspectiva del siglo XXI podemos considerarlas, retrospectivamente, como la semilla de donde surgió la ciencia y la tecnología actual. La clave, en suma, de nuestro imparable y floreciente éxito evolutivo.

La filosofía nace, pues, como una actividad intelectual producto del "deseo de conocer" pero, y aquí está lo esencial, no sólo de lo que es, o parece ser, útil (confeccionar la ropa, cazar animales, conservar la comida, etc.), sino de todas aquellas otras cuestiones que resultan incomprensibles, sean útiles o no.

Así pues, con la aparición de los primeros filósofos, se inicia la escisión de los pensadores humanos en dos castas cada vez más diferenciadas:

Tecnocientificos: Que son aquellos que reflexionan sobre problemas reales y prácticos con el fin de elaborar modelos predictivos de la realidad y desarrollar soluciones técnicas que permitan satisfacer los deseos de sus semejantes: el relojero, el constructor de acueductos, el arquitecto, el físico, el médico, etc.

Filósofos: Los que se dedican a buscar respuestas a preguntas sobre cuestiones que cumplen alguno de estos tres requisitos:

  • Problemas que no tienen repercusiones sobre el mundo real: ¿Cómo se mueven las estrellas? ¿cómo aparecieron los seres vivos? ¿cuándo se acabará el mundo?
     
  • Problemas imaginarios: ¿Cuál es el sexo de los ángeles? ¿cómo es Dios? ¿de dónde proviene el alma?
     
  • Problemas mal planteados: ¿Cual es el sentido de la vida? ¿Qué misión tiene el hombre en la Tierra? ¿por qué nos visitan los difuntos durante los sueños?

Y dado que las respuestas a estos tipos de problemas no pueden ser verificadas en el mundo real, la filosofía se fue convirtiendo en una ciénaga poblada de monstruos estériles e incapaces de vivir y prosperar fuera de su mundo hermético, de ese ecosistema cada vez más depauperado que llamamos "filosofía".

Si nos remontamos a los comienzos de la filosofía griega, podemos constatar que ya los primeros filósofos, y dado que no producían nada útil, se vieron forzados a vivir a costa de los demás. Para conseguirlo, se convirtieron en mercachifles de la sabiduría y desarrollaron hábiles estratagemas dialécticas para convencer a su público iletrado y a sus ingenuos mecenas de que conocían las respuestas a casi todas las preguntas. Y dado que la información y el conocimiento es poder, utilizaron su truculento prestigio para mantener un estatus de superioridad moral e intelectual sobre sus conciudadanos y también sobre las generaciones venideras. Un prestigio que ha perdurado hasta el siglo XXI, junto con el de otros residuos del pensamiento erróneo, como son las religiones.

Los filósofos se convirtieron con el transcurso del tiempo en atareados artesanos de lo inútil, desarrollando una amplia panoplia de ideas, teorías y afirmaciones que compartían la dudosa virtud de no admitir demostración ni refutación alguna. Por si eso fuese poco, además resultaban perfectamente inútiles, cuando no contraproducentes.

Quien se acercaba a la filosofía, guiado de su noble afán de conocer, se sentía abrumado por su lenguaje críptico y su nomenclatura inaprensible, llegando finalmente a la conclusión de que su inteligencia no estaba a la altura de la de los grandes filósofos. Estos, en cambio, sí parecían entender toda aquella barahúnda inextricable, a juzgar por los interminables debates en los que se enzarzaban y por los gruesos libros que leían y escribían.

En otro ámbito, los ingenieros, arquitectos, y demás pensadores tecnocientíficos, interesados en solucionar problemas reales, fueron creando, sin alharacas y con perseverancia, la ciencia y la técnica que hoy conocemos y que tanto ha cambiado nuestras vidas.

Y aunque la filosofía y la ciencia comparten el afán de conocer, la filosofía pronto calló en el pecado de la soberbia y la molicie, abandonando el gravoso principio de consistencia con la realidad, mientras que la ciencia se mantuvo firme en su creencia de que resultaba imprescindible validar sus hipótesis en el mundo real, mediante experimentos objetivos.

El filosofo idea explicaciones y teorías pero no las somete a verificación, porque sabe por propia experiencia, que nunca arrojarán un resultado positivo, de la misma manera que el teólogo nunca plantea hipótesis que puedan verificarse o falsarse objetivamente.

El científico también idea teorías y explicaciones, pero enseguida las somete a prueba a través de experimentos y predicciones. Si su idea no sirve para resolver problemas reales ni puede realizar predicciones útiles, la desecha o la somete a revisión hasta que demuestre su utilidad, si es que la tiene.

El filósofo, por el contrario, se considera a sí mismo liberado de la necesidad de validar sus teorías y eso le permite seguir avanzando en sus elucubraciones, sin invertir apenas esfuerzo, ni correr el riesgo de la decepción y el ridículo. No le importa lo descabellada que sea su hipótesis, pues sabe que su defensa es sólo una cuestión de habilidad dialéctica y de empecinamiento.

El peor inconveniente de la filosofía es que todo el esfuerzo que invirtamos en ella se reduce a tiempo perdido. Su eterno deambular por las esferas celestiales del pensamiento, no la lleva a ninguna parte, como lo demuestra el hecho de que después de tantos siglos de filosofía, no haya aportado ni una sola idea útil a la humanidad, proeza sólo igualada por la religión.

Pero -podría objetar el lector- no es posible que tantos sabios, pensando durante tantos siglos, no hayan conseguido sacar a la luz ni un sólo fruto tangible.

Pues, lo es. Y este auténtico prodigio de incompetencia se explica por el tipo de problemas a los que se han dedicado y la absurda metodología que han seguido. 

Como ejemplo, tomemos un caso particular de la filosofía: la teología cristiana. A estas alturas sabemos sin ningún género de dudas que Jesucristo, o bien no existió, o sólo fue un hombre normal y corriente. Pues bien, los teólogos, que fueron considerados grandes pensadores por sus coetáneos, se dedicaron durante siglos y siglos a idear explicaciones y teorías sobre un hecho inexistente: la divinidad de Jesús. Y peor aún: en el siglo XXI siguen haciéndolo, ignorando la poderosa y revolucionaria visión de la Realidad que nos ha proporcionado la ciencia en los dos últimos siglos.

La ciencia ha comprendido desde hace mucho tiempo que la mente humana yerra continuamente y que cada paso, cada suposición, requiere una validación objetiva contra la única instancia fiable: la Realidad.

Y gracias a esa sencilla pero poderosa idea, ha podido avanzar con paso firme y seguro hasta proporcionarnos una cantidad inmensa de respuestas correctas que, además de satisfacer nuestra curiosidad, nos han ayudado a sobrevivir y a convertirnos en los dueños del planeta.

Recordemos que la curiosidad no es sino un instinto adaptativo que nos empuja a conocer el entorno para dominarlo. Somos curiosos porque a la larga, como la ciencia ha demostrado, la curiosidad nos espoleará hasta encontrar la gran respuesta a las tres peguntas fundamentales: como comer, como evitar ser comido y como tener sexo.

Sin embargo, durante la larga exploración realizada y gracias a la versatilidad de nuestro cerebro, hemos encontrado muchas otras preguntas y respuestas intermedias que han enriquecido nuestra vida más allá del estadio animal en el que continúan el resto de las especies vivientes.

Y llegados a este punto, trataremos de plantearnos si puede existir en el siglo XXI una filosofía que sea algo más que una fuente de errores y que no esté aquejada del mal que hemos mencionado, es decir, de la inoperancia y la inutilidad. Y si así fuera, cómo debería ser esa filosofía.

La mayoría de las personas no distinguen netamente la diferencia esencial que hay entre un texto filosófico y un texto científico. En ambos casos se siente sobrepasados y abrumados por los conceptos y la nomenclatura incomprensible y eso les hace creer que esta percepción responde a la misma causa: el haber entrado en contacto con mentes superiores que, por razón de esta superioridad intelectual, le resultan incomprensibles.

Pero en realidad la diferencia fundamental está en que los textos filosóficos son un simulacro de pensamiento enrevesado mientras que la ciencia es la descripción objetiva y demostrada de la realidad, que puede resultar difícil de entender si no se posee formación científica. Sin embargo un texto filosófico no contiene información útil, lo lea quien lo lea, mientras que un texto científico aporta información relevante al lector preparado para comprenderlo.

No obstante lo dicho anteriormente, no toda la filosofía es desechable. Para que un relato filosófico merezca ser leído y resulte útil al lector, debe reunir dos condiciones: 

Estar escrito a partir del siglo XIX y apoyarse en la ciencia sin contradecirla ni ignorarla en ningún momento.

Cuando afirmamos que debe ser posterior al siglo XIX queremos decir que sólo a partir del siglo XIX, la ciencia comenzó a manejar conceptos lo suficientemente enrevesados como para necesitar de la filosofía para interpretarlos. Y cuanto más reciente sea la filosofía, como también ocurre con la ciencia, mayor será la cantidad de información relevante disponible.

Adicionalmente, la buena filosofía debe basarse y ser coherente con los últimos descubrimientos de las ciencias experimentales, tales como la física, la astronomía, la biología, etc. Pero, dicho esto, tal vez el lector podría preguntarse para qué necesitamos filósofos si ya tenemos científicos.

Esta es la cuestión clave. La neurociencia, por ejemplo, ha descubierto recientemente que las decisiones tienen lugar unas decimas de segundo antes de que tengamos conciencia de haberlas tomado. Y ahí se detiene.

La buena filosofía, toma ese nuevo hecho recién descubierto e intenta interpretarlo desde el punto de vista de los intereses, creencias y expectativas humanas: ¿somos realmente libres? ¿somos responsables de nuestros actos? ¿es legitimo castigar a los culpables o habría que exonerarnos de su culpa considerando que las decisiones se toman automática e inconscientemente?

Respecto a la teoría de la evolución, por ejemplo, la ciencia constata que el diseño de los seres vivos es el resultado de un proceso progresivo de perfeccionamiento basado en las mutaciones aleatorias y en la supervivencia del más apto. Esto es lo que la ciencia ha descubierto, pero eso no satisface plenamente nuestra curiosidad humana. Queremos saber las implicaciones de ese descubrimiento. ¿Existe el Gran Hacedor? ¿Existe el alma, la ética, el premio o el castigo divino? ¿tiene sentido la vida humana?, ¿tiene una finalidad?, etc.

Todas estas preguntas y muchas otras, no son tarea para la ciencia, sino para la buena filosofía. Pero no se puede hacer buena filosofía sin conocer a fondo la teoría evolutiva y sólo desde ese conocimiento se puede crear una nueva visión, esta vez revolucionaria y auténtica, del hombre como una especie dotada de una inteligencia superior, pero sin conexiones con la divinidad ni en posesión de un alma inmortal, responsable de las funciones superiores del intelecto.

Se necesitan nuevos filósofos para interpretar en claves humanas lo que la ciencia saca a la luz, pero hay que dejar atrás la vieja filosofía, basada en ocurrencias sin fundamento, trabadas con la pegajosa goma de la dialéctica y defendidas desde el principio de autoridad y con la ayuda de una nomenclatura abstrusa.

Tan absurdo es hablar de física basándose en la física infantiloide de Aristóteles, como hacer ética basándose en Platón o Kant, ignorando a Newton y a Darwin.

En cuanto a la última cuestión que nos planteamos, es decir, por qué se llama este blog Tertulia "filosófica" creemos que ha quedado ya explicado. Nuestra intención es proporcional una explicación de algunas cuestiones de interés humano, basada en lo que la ciencia ya conoce, y reinterpretada desde la propia experiencia vital.

La filosofía como conocimiento autosuficiente, ajeno a los descubrimientos científicos y al paso del tiempo, es una utopía trasnochada que, como ocurre con la homeopatía o la acupuntura, aun es defendida por muchos, ya sea por interés, por desconocimiento o por mimetismo cultural.

La filosofía como un intento de interpretar, desde el punto de visto de la curiosidad humana,  los descubrimientos científicos, puede ser valiosa para proporcionar al lector unas referencias sólidas que le permitan tomar decisiones acertadas, o al menos para no incurrir en ocurrencias peligrosas para sí mismo y los demás.

Somos máquinas de procesar información, y en la medida que esa información sea errónea o inconsistente con la realidad, se vuelve peligrosa. La buena filosofía ayuda a estructurar la información y a interpretar correctamente las experiencias personales para mejorar y optimizar nuestra conducta.

En suma, la buena filosofa nos ayuda a ser más felices, que es el objetivo último de cualquier sistema de pensamiento, ya sea ciencia o filosofia.






He aquí un filósofo del siglo XXI haciendo buena filosofía del siglo XXI. No estoy diciendo que la buena filosofía es tan fiable como la ciencia, pero sí que es la única digna de consideración, y que puede ayudarnos a comprender la complejidad de la realidad

Ciencia y pseudociencia

Discernir entre autentica ciencia y falsa ciencia es una habilidad que muy pocos seres humanos poseen. Pero aquí surge la primera cuestión:  ¿por qué existen las pseudociencias?

La razón de ello es que la ciencia ha conseguido, a fuerza de trabajo, rigor y, sobre todo, resultados tangibles y prodigiosos, un codiciado prestigio. Es por tanto, natural que los farsantes se atavíen con las ropas y las maneras de los científicos e intenten vender sus técnicas inútiles y peligrosas, como “científicas” y eficaces.

El problema es que al aceptar una pseudociencia como parte de la auténtica ciencia, corremos el grave riesgo de caer atrapados en sus redes y perder en ellas la salud y/o el dinero.

En esta tertulia trataremos de establecer una frontera clara entre las ciencias y las pseudociencias y establecer los criterios que nos ayuden a diferenciarlas sin posibilidad de error.


Aquí un interesante vídeo sobre la ineficaz manera en que la gente gestiona sus creencias.
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Espiritualidad, religión y ciencia

Espiritualidad y religión configuran una parte sustancial de la mente humana, sin importar el hecho de que se refieren a cuestiones intangibles y, en la mayoría de los casos, imaginarias.


De otro lado, la ciencia representa el esfuerzo gigantesco emprendido por la especie humana hacia la comprensión objetiva de la realidad.

Entre estos dos métodos antagónicos, y en cierta forma, irreconciliables, orientados a la creación de un modelo de interpretación del mundo real, cada individuo debe elegir una opción o, tal vez, quedarse con ambas e intentar compatibilizarlas.

En esta tertulia se verán los aspectos más relevantes de la dualidad espiritualidad /ciencia y cómo afrontarlas en el terreno práctico.

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Yack:

Todos los seres vivos poseemos el instinto de la supervivencia, o lo que viene a ser lo mismo, el deseo de vivir eternamente. Y esto es así, porque el proyecto fundamental de toda criatura viva es subsistir hasta el límite de sus fuerzas y perpetuar su estructura, a través de la reproducción, más allá de su propia muerte. Sólo los seres vivos dotados de este poderoso instinto de la supervivencia han podido sobrevivir durante millones de generaciones y a lo largo de cientos de millones de años, desde nuestro antiquísimo y común antepasado vivo hasta hoy día.

El Hombre es el único ser vivo sobre el planeta con suficiente inteligencia para comprender que está condenado a una muerte cierta, con un límite máximo en torno a los cien años, por efecto del inevitable proceso de envejecimiento que afecta a todas las especies pluricelulares de reproducción sexual.

Pero el Hombre, al conocer su fatal destino, se siente perturbado por una angustia existencial provocada por la contradicción insoluble entre la necesidad insuperable de ser inmortal y la certeza de estar condenado a morir. En su desesperado intento de escapar de esa trampa mortal en la que lo había metido su propia inteligencia, se vio obligado a recurrir a esa misma inteligencia para encontrar una salida a su situación de condenado.

Desgraciadamente, la dificultad del problema de la inmortalidad era demasiada alta para ser resuelto por nuestra inteligencia y su poderosa arma la tecnología y la ciencia. Lo único que pudo conseguir la inteligencia fue una teoría mágica, ingeniosa, pero falsa, en la que, después de la muerte, el espíritu accedía a un área celestial, inaccesible a los sentidos, donde continuaría unan vida eterna y feliz.

Para implementar esta solución-placebo, se requería de la espiritualidad y de una teoría mínimamente consistente (la religión) que pudiera ser aceptada por la inteligencia.

El problema que había que resolver era cómo burlar al filtro de la razón para convencer y serenar al angustiado Yo interior convenciéndolo de que, después de todo, la muerte no era el final, sino la puerta hacia una nueva vida. Un difícil salto mortal que había que realizar entre la razón y el miedo a la muerte.

La espiritualidad es la capacidad que tienen los seres humanos de creer en la existencia de entidades y causas intangibles e indetectables. En realidad, para la humanidad precientífica, no era una suposición demasiado descabellada. Después de todo, el aire, que aunque físico resultaba invisible, agitaba la rama de los árboles. El mar en calma entraba, sin razón aparente, en agitación, el agua caía del cielo sin que, en apariencia, hubiese una razón para ello.

La necesidad de buscar causas para los efectos, con el objetivo de comprender la realidad, hacer predicciones y dirigir su devenir en función de nuestros intereses, desembocó inevitablemente en la creencia mágica de que existían seres invisibles con voluntad propia responsables de los fenómenos naturales. De ahí a pensar que sería posible comunicarse y negociar con ellos sólo había un paso, y se dió.

Aquí es donde aparece la religión, como un modelo explicativo de fenómenos no accesibles a los conocimientos disponibles. Y si existen seres sobrenaturales, con fuerza y poder casi ilimitado, tal vez ellos tengan la llave de la inmortalidad, la capacidad de satisfacer cualquier deseo de sus hijos, los humanos.

Una vez estructurada una teoría religiosa de la realidad, se empieza a utilizar para diversos fines y utilidades:

- Robustecer, validar y apoyar la ética y le ley. Moisés baja del Sinaí con las tablas de la ley escritas directamente por Dios.

- Apoyo y legitimación del poder de los reyes y gobernantes, al vincular el poder con una concesión divina. El faraón era también una encarnación de Dios y el Papa su representante plenipotenciario.

- Movilizar fácilmente a los grupos humanos a través de supuestos deseos o dictámenes inapelables e infalibles de la divinidad, gestionados por los sacerdotes que, además, estaban vinculados al poder.

- Ofrecer a los creyentes soluciones placebo para cualquier problema de la vida cotidiana y una esperanza cierta de alcanzar la vida eterna, con lo que se anulaba o mitigaba su angustia existencial.

- Un acicate, en forma de premio y castigo eterno, impartido por un ser superior, un gran padre, que lo ve todo, hasta los más ocultos pensamientos, que refuerza la ética social del individuo y le exhorta a colaborar honestamente con su comunidad. A cambio de “portarse bien” recibirá un inmenso premio, pero si no lo hace, si “peca”, el castigo será inimaginablemente cruel.

Sin embargo, no todo es bueno y útil en la religión. En cuanto teoría falsa de la realidad, también presenta importantes contrapartidas negativas:

- En lugar de buscar soluciones auténticas para mejorar su existencia, el hombre religioso dilapida sus esfuerzos en conductas absurdas, tales como construir pirámides o catedrales para albergar espíritus inexistentes.

- Buena parte del esfuerzo intelectual se ha consagrado y se ha perdido en el estudio de la divinidad y de sus designios (teología), en lugar de emplearlo en la ciencia y en el perfeccionamiento de un modelo objetivo y útil del mundo. Durante muchos siglos, Europa confundió la cultura con el estudio de Dios, pensando que Dios era la explicación de todo.

- El progreso científico se ha retrasado y hasta bloqueado durante largos espacios de tiempo, debido al poder que la religión adquirió en la sociedad. Los innovadores, cuando sus descubrimientos entraban en competencia con los intereses de la religión, eran quemados literalmente. Resulta difícil evaluar el coste en vidas humanas que ese retraso ha provocado. Probablemente, si no fuese por el efecto perverso de la religión, llevaríamos varios siglos de adelanto tecnológico y tal vez ya se habría alcanzado la inmortalidad real a través de avances en la medicina regenerativa.

- La cohesión social que ha producido la religión, ha servido al mismo tiempo para enfrentar comunidades que profesaban religiones diferentes o ligeras variantes heréticas de una misma religión. En la actualidad aún siguen muriendo seres humanos inocentes por razones absurdas, que sólo tienen sentido desde el modelo erróneo de la realidad que la religión patrocina.

Es difícil asegurar categóricamente si el balance entre los aspectos constructivos y destructivos de la religión ha arrojado un saldo positivo para la humanidad y tal vez nunca se sepa. Pero, afortunadamente para nosotros, a partir del siglo xix aparece en escena la ciencia con una pujanza imparable y va barriendo poco a poco el bloqueo y el freno que la religión suponía para el avance de la humanidad hacia mayores cotas de prosperidad y de esperanza de vida.

La ciencia es justamente lo contrario de la religión. Una apuesta por la comprensión objetiva de la realidad y, basándose en ella, por la generación de soluciones revolucionarias a los problemas y aspiraciones humanas. La ciencia y su hermana la tecnología, sólo existen para satisfacer los deseos humanos, todos los deseos humanos, incluso el de la inmortalidad, aunque necesita tiempo para conseguirlo.

Es cierto que la ciencia aun no puede satisfacer nuestro más intenso y apremiante deseo (la inmortalidad) y eso explica que, todavía, haya muchos científicos que profesan una religión, pero no es menos cierto que, día a día, nos alarga las expectativas de una vida más larga hasta haberla triplicado en sólo dos siglos.

Mientras que la religión se basa únicamente en el efecto placebo y en promesas falsas, que nunca se pueden validar porque éstas se cumplen después de la muerte, la ciencia, aunque más modesta en sus expectativas, nos ofrece en cambio soluciones reales y tangibles.

La religión no desaparecerá de nuestras vidas en tanto la ciencia no consiga solucionar el gran problema del ser humano: la certeza de que tendrá que morir necesariamente algún día.

¿Dice la Ciencia todo lo que sabe?

No son pocas las personas que creen en las conspiraciones de la Ciencia. La Ciencia, piensan, sabe mucho más de lo que dice saber y oculta todos aquellos conocimientos que no interesa divulgar a los poderosos, sus mecenas y financiadores.


Así, por ejemplo, las farmacéuticas podrían conocer remedios eficaces para curar el cáncer y las petroleras fórmulas mágicas para fabricar combustibles limpios y baratos.

En esta tertulia trataremos de profundizar en la comprensión de los mecanismos en los que se basa la ciencia y si, a partir esta comprensión, resulta viable la hipótesis de que la ciencia retenga o pueda retener información útil para la comunidad.

Para qué educamos

La educación de los nuevos miembros de la sociedad consiste en suministrarles una serie de conocimientos, normas, objetivos y prohibiciones para que cuando alcancen su estado adulto se integren adecuadamente en el tejido social.

Pero ese propósito general implica, por parte de educadores y padres, una estrategia a largo plazo guiada por un modelo que podríamos caracterizar en forma de pregunta ¿para qué educamos?


¿Educamos para la consecución de la felicidad individual?, ¿educamos para conseguir un ciudadano responsable, útil, sumiso, rebelde...?, ¿educamos para volverlo inmune a los avatares vitales o para que se sienta fuertemente implicado en el juego dinámico de las fuerzas sociales?


Todas estas preguntas y algunas otras son las que ponemos sobre la mesa del debate para que cada cual plantee sus propuestas.


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Yack:

Empecemos considerando que la sociedad es una máquina hipercompleja formada por infinidad de piezas diferentes que, trabajando coordinadamente, pueden generar un oasis en el desierto de la barbarie.

Cada uno de nosotros representa un engranaje, una polea, un resorte, un tornillo que cumple su función dentro del plan general de la supermáquina y que, a cambio, se beneficia del confort que ésta genera .

Según esta metáfora, la educación consistiría en modelar a los nuevos individuos para que se conviertan en piezas útiles y eficientes que, al alcanzar la madurez, puedan incorporarse a la maquinaria, ya sea para reemplazar a las piezas gastadas o para expandir las capacidades de la máquina.

La última cuestión que nos queda por dilucidar es esta: Si existen miles de tipos de piezas diferentes (albañiles, arquitectos, mecánicos, ingenieros, cantantes, futbolistas, etc.) ¿qué configuración convendría dar a cada individuo?

La respuesta es también obvia: la forma de la pieza más valiosa, compleja y escasa de toda la maquinaria. Es decir, por defecto, debemos tratar de obtener un arquitecto o un ingeniero, pero si el individuo fracasa durante el proceso educativo, decaerá en albañil o mecánico y así sucesivamente.

Cierto es que en la maquinaria social, como ocurre, por ejemplo, en un ordenador, son necesarios también los tornillos y las arandelas, las piezas más humildes de todo el sistema, pero además se requieren sofisticados procesadores y rápidas y costosas memorias de alta tecnología.

Pero, por desgracia, no todos podemos llegar a ser presidentes de gobierno ni premios Nobel, porque por cada pieza de alto nivel se necesitan miles de piezas de menor jerarquía y valor. Por eso, un buen sistema educativo ideal debe estar orientado a conseguir de cada individuo lo máximo que es capaz de dar a la maquinaria social. Pero ¿sería injusto sacrificar los intereses del individuo a los de la máquina, aunque esta represente la suma de los intereses de todos sus miembros, de nosotros mismos?

No, no sería injusto porque la maquina social es generosa con los que hacen un buen trabajo en ella y los recompensa con la admiración, el reconocimiento y el respeto de los demás y, cómo no, con un elevado sueldo que les permite beneficiarse en mayor medida del confort que genera la máquina. Por el contrario, el humilde tornillo recibirá una exigua recompensa por razón de la ley de mercado que gobierna y estructura la sociedad humana: lo escaso vale más que lo abundante y lo escaso, en el ámbito de las habilidades humanas, suele equivaler a lo difícil.

La única manera de incentivar a los individuos para que se esfuercen en desarrollar al máximo sus potencialidades es recompensarlos. Para ser peón de albañil no se necesita ningún entrenamiento previo ni excepcional talento, pero para llegar a ser arquitecto se requiere una inteligencia por encima de la media y muchos años de esfuerzo continuado sin recibir nada a cambio.

Aunque es el individuo quien tiene que hacer la elección en base a sus capacidades y sus deseos, un sistema educativo ideal, democrático y justo, debería ser capaz de proporcionar a todos los individuos las mismas oportunidades para elegir y alcanzar sus objetivos. Y, además, ese sistema educativo ideal tendría que contar con capacidad coactiva para obligar a los individuos reacios y perezosos, a alcanzar un mínimo nivel de instrucción que les permitiera desempeñar un papel útil en la sociedad, aportando al sistema su cuota personal de contribución a cambio de lo que reciben.

Pero la educación no es únicamente una tarea de modelado con vistas a la productividad laboral o profesional, aunque sea la profesión el eje central sobre el que gira la vida social del individuo.

Además se requiere un acondicionamiento mental que lo haga compatible con la sociedad donde desarrollará su vida, que le permita desempeñar un papel eficaz en cuanto cónyuge, padre, ciudadano, etc. Y en este otro aspecto formativo, la principal fuente de aprendizaje es la familia, aunque también tiene gran importancia la escuela y la sociedad como entorno informacional donde se desarrolla su vida y su aprendizaje conductual.

Y llegados aquí nos queda por contestar la pregunta clave: ¿cómo se consigue todo esto? ¿cómo se puede convertir a un niño en un buen profesional y, al mismo tiempo, en una persona ejemplar?

Consideraremos tres ámbitos en los que tiene lugar el proceso de aprendizaje:

En la familia: La clave está en crear un ambiente familiar que sirva de modelo válido para estructurar la moral básica del individuo y, al mismo tiempo, como interfaz que le permita comprender la sociedad en la que esos valores éticos no se dan, o se dan entremezclados con todo tipo de comportamientos egoístas y oportunistas. El papel de la familia no es otro que el de imbuir los patrones éticos más estrictos y, al mismo tiempo, proporcionarle un sistema de referencias lógicas que le permitan compatibilizarlos con el mundo real en que tendrá que luchar, cuerpo a cuerpo, con todo tipo de estrategias oportunistas. Es una frase tópica: "sé bueno pero no tonto".

En la escuela: En este ámbito habría que enseñarle, en sentido práctico, cómo se compatibiliza los modelos éticos en estado puro, inculcados en la familia, con la compleja realidad social, supervisando el proceso de aprendizaje desde la seguridad de la estructura controlada de la escuela y monitorizada desde cerca por un profesional capacitado para esa difícil tarea.

Además, en la escuela debería enseñársele a pensar y a discriminar lo falso de lo cierto al tiempo que se le proporciona un modelo de la realidad que le permitiera orientarse en ella con seguridad y solvencia.
Este modelo de la realidad debería ser global e ir concretándose y haciéndose más profundo, detallado y sectorial a medida que el educando se fuese acercando al final de su preparación educativa, orientada a la consecución de su elección profesional.

En la sociedad: En este tercer ámbito, habría que prestar especial atención a la televisión, videojuegos, publicaciones etc. que deberían someterse a una censura en cuanto a contenidos para evitar que éstos llegaran indiscriminadamente a los jóvenes. Y no estoy pensando tanto en el sexo, como en los nuevos modelos de "héroes" que exhiben una vida de confort refinado sustentado en actividades que cuando no son claramente delictivas, resultan dudosamente útiles para los intereses generales de la sociedad. Con estos modelos, que al resultar más atractivos y económicamente rentables, acaban imponiéndose en los medios de comunicación, se envía la falsa teoría, amplificada, de que el trabajo y el esfuerzo son sólo el recurso de los fracasados.

El problema está en que la entronización de la libertad absoluta como un objetivo irrenunciable hace inviable revisar a la baja la "libertad" de los medios de comunicación para vender los contenidos más rentables, en términos de audiencia, que son aquellos que nos mandan el mensaje de que la obtención del placer no requiere esfuerzo y que cualquier vía para alcanzarlo es legítima.

Por último, el imparable descredito de la autoridad y de los métodos coercitivos, hace cada vez más difícil educar a unos niños que han asumido la teoría de que sólo debe hacerse aquello que se desea, compartida en buena parte por sus padres, herederos convencidos del Mayo del 68.

Pero como el aprendizaje implica esfuerzo y la renuncia a buena parte de los placeres inmediatos, el fracaso escolar y la barbarie cultural y moral se ha convertido en una marea que no cesa de crecer. Y esta situación se mantiene porque vivimos en una sociedad tan opulenta que se puede permitir el inmenso despilfarro de recursos que esta situación supone a los ciudadanos honrados y trabajadores que forman parte del sistema y que contribuyen a su funcionamiento.

¿Existe la verdad fuera de la ciencia?

Manejamos información continuamente. Nuestro cerebro, nosotros mismos, no somos otra cosa que un sofisticado procesador de información. Pero no toda la información es válida. Parte de la información que recibimos, procesamos y transmitimos es falsa.
La información falsa es potencialmente peligrosa, y por eso es esencial saberla distinguir de la información verdadera. A medida que la humanidad fue despertando de su largo sueño de barbarie y superstición, fue tomando conciencia de la trascendencia práctica que tenía la capacidad de saber separar lo falso de lo verdadero y, como colofón de ese proceso, apareció la Ciencia.
Podríamos definir la Ciencia como una congregación de hombres que han dedicado su existencia y su talento a separar la información errónea de la verdadera, a clasificarla, ordenarla y a generar nueva información verdadera a través de la exploración continua y sistemática de la realidad.
En esta tertulia se discutirá si, al margen de la ciencia, existe alguna otra instancia (medicinas alternativas, religiones, filosofías, paraciencias, parapsicología, etc.) donde se puedan encontrar verdades no aceptadas por la ciencia.
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Para comentar este tema, vaya al final del artículo y pulse en comentarios.

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Material de consulta: http://www.smartplanet.es/redesblog/?p=227
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Yack:
Mantener posturas ambiguas, generosas o abiertas cuando se aborda una cuestión importante, puede ser una buena táctica para ganar amigos, o para no perderlos, así como para acreditarse fama de persona ecuánime, generosa y flexible.

Pero la consecuencia inevitable de mantener, fomentar o ensalzar este tipo de actitud contemporizadora es que se acaba por no decir nada útil y, además, se contribuye a ampliar y fomentar esa masa informe, gris y envenenada por el error que constituyen las teorías y creencias de los ciudadanos honestos de un país avanzado.

No se puede aceptar una cultura donde tiene cabida las creencias religiosas heréticas (que son errores dentro de errores), consultas habituales a los horoscopos, interés y curiosidad en conocer el signo zodiacal de las nuevas amistades, creencia en la viabilidad del motor de agua, en el poder curativo de los imanes, rayos biónicos, energía mental, pócimas crecepelo, acupuntura, homeopatía y otras innumerables zarandajas de este estilo. Y, como guinda de este insípido e indigesto pastel, la universal creencia en que las grandes verdades inamovibles y profundas que fueron formuladas en un remoto pasado por Aristóteles, Platón y algún otro exótico filosofo griego, romano o árabe no han sido, ni nunca serán, superadas puesto que representarán la cumbre inalcanzable del pensamiento humano.

Por desdicha, los ciudadanos de los países más avanzados del mundo no han mejorado significativamente en relación con sus antecesores medievales ni con sus contemporáneos menos civilizados en lo que se refiere a la capacidad de discriminación entre lo falso y lo verdadero.

Pero, tal vez el lector esté en su derecho a pensar que la incapacidad para discriminar lo cierto de lo falso no debe ser tan importante, después de todo, cuando no parece impedir el progreso continuo que impulsa a las sociedades más avanzadas.

La clave de esta aparente paradoja hay que buscarla en la providencial circunstancia de que la masa trabajadora de ciudadanos se limita a desempeñar trabajos automáticos que no requieren una comprensión general de la realidad. Funcionan como neuronas especializadas que hacen un trabajo específico, para el que no necesitan conocer lo que se está cociendo en el gran cerebro social del que forman parte.

Afortunadamente para ellos, existe una masa de neuronas especializadas en la tarea de discriminar entre la verdad y el error (los científicos) consagrados a hacer avanzar el conocimiento y a ponerlo al servicio de sus incultos conciudadanos en forma de teléfonos móviles, ordenadores, aviones, fármacos, transportes, etc.

Como recompensa a sus denodados esfuerzos por abrirse camino hacia la verdad, sus conciudadanos selváticos les acusan de contaminar el planeta, de fabricar virus letales, de negarse a aceptar el económico y ecológico motor del agua, del cambio climático y de ocultar celosamente el remedio al cáncer o al resfriado común para que los farmacéuticos vendan aspirinas en las farmacias. Y todo ello mientras utilizan diariamente todos esos productos mágicos que los científicos han ideado para ellos y que los mantienen vivos y sanos durante cuatro veces más tiempo del que les correspondería vivir por métodos naturales.

Pero, ¿qué es la ciencia? ¿cómo puede discriminar lo cierto de lo falso y por qué es tan importante hacerlo?

Usaremos una metáfora para contestar a las preguntas que hemos planteado: Consideremos un océano inmenso en cuyo fondo de lodo reposan enormes cantidades de piedras sin valor entremezcladas con un reducido grupo de piedras preciosas y gemas.

Según esta metáfora, el progreso humano se basaría en fabricar continuamente bellas y elaboradas joyas empleando para ello las gemas y las piedras preciosas.

La ciencia (entendida como el conjunto de los científicos) pronto se dio cuenta de que para progresar resultaba necesario separar las piedras sin valor de las gemas, para que todas las joyas que se fabricaran fueran perfectas y sin falla alguna. Y para hacer el proceso fácil y eficiente, crearon una laguna de aguas cristalinas, claramente separada del océano del caos, y fueron echando en ella, las piedras preciosas que conseguían encontrar y certificar que eran genuinas y auténticas gemas.

Habida cuenta del éxito obtenido, la ciencia ha ido desarrollando métodos cada vez más eficaces para drenar el océano ilimitado del caos, analizar uno a uno los objetos encontrados y, en función de ese análisis, catalogarlos como piedras sin valor o como gemas. Las gemas las ha depositado en el lago de la verdad y las ha clasificado y ordenado para que resulte fácil localizarlas y utilizarlas en la fabricación de todo tipo de joyas.

La tecnología quedaría representada en esta parábola por el orfebre que conoce su oficio, pero que necesita una materia prima de calidad que le permita fabricar todo tipo de joyas para el disfrute de los miembros de la ciudadanía silvestre. La ciudadanía silvestre se limitaría a mover la maquinaria productiva que han diseñado los científicos y tecnólogos, y recibiría a cambio las joyas fabricadas por ellos. Pero esta ciudadanía silvestre no sólo sería incapaz de fabricar joyas, sino que ni siquiera sabría distinguir con seguridad una piedra sin valor falsedad) de una autentica gema (verdad). Tal es la situación actual de las sociedades avanzadas.

El problema con el que se enfrenta la Ciencia, es que muchos de sus conciudadanos silvestres se empeñan en arrojar piedras al lago de la verdad con el argumento de que son auténticas gemas, ya sea por ignorancia o por intereses inconfesables.

El argumento favorito de los que intentan arrojar piedras al lago de la verdad es que en el océano del caos, sigue habiendo gemas que la ciencia aún no ha descubierto o aceptado como gemas, y en eso tienen razón. Pero no tienen razón cuando argumentan que ellos han conseguido, por métodos esotéricos, descubrir gemas particularmente bellas y valiosas, pero que la ciencia no las admite porque ven peligrar su estatus dominante como únicos discriminadores válidos de la verdad y el error.

Sin embargo, esta argumentación no pasa de ser un falaz y endeble intento de meter gato por liebre, y encima cobrar por la liebre. El problema viene, como siempre, de la incultura generalizada de la sociedad silvestre, que se muestra proclive a aceptar afirmaciones inconsistentes pero agradables (el cáncer se cura con una pócima, milagrosa) antes que verdades sólidas pero desagradables (el cáncer, todavía no se cura).

Tanto los científicos como los médicos, sabedores de que venden mercancía de primera calidad, no se sienten obligados a engañar a sus clientes con lisonjas ni falsas expectativas, pero los embaucadores, que sólo venden humo, invierten la mayor parte de su esfuerzo en marketing. El resultado es que el gran público asilvestrado, más sensible a la formulación atractiva del mensaje que a su rigor, prestan a veces más atención a los farsantes que a los honestos científicos que sólo pueden ofrecerles la verdad.

Y con esta introducción, estamos en condiciones de abordar el tema que nos ocupa: ¿existe la verdad fuera de la ciencia? Y para contestar a estas cuestiones, vamos a ser tajantes y nada comprensivos porque si permitimos que se desdibuje la frontera entre el caos y la verdad, estamos menospreciando el inmenso trabajo de búsqueda y clasificación realizado por la ciencia y, lo que es peor, todo el bienestar que la tecnología ha generado a partir de ese conocimiento.

La proposición que trataré de demostrar es que no existe la verdad al margen de la ciencia, que no existen verdades comprobables que no hayan sido aceptadas por la ciencia como tales y que no existe ninguna instancia humana, al margen de la ciencia, que sea capaz de generar verdades comprobables, más allá de las opiniones personales.

Veamos algunas de los ámbitos en los que supuestamente existen verdades fuera de la ciencia:

Las verdades particulares

En el ámbito de las creencias personales existen teorías, suposiciones y creencias que pueden considerarse verdades (o no) pero que por no poderse aplicar con carácter general, no interesan a la ciencia, sencillamente porque no son falsables ni poseen utilidad alguna más allá de los intereses de la persona que las posee. Por ejemplo, la teoría o creencia de que mi vecino Juan es una mala persona, envidioso e insolidario es indemostrable (tal vez otros vecinos opinen lo contrario) y además no tiene utilidad general, porque no se puede aplicar a otros casos diferentes.

Evidentemente, al margen de que este tipo de "verdades" son indemostrables (no falsables), no es razonable pretender que un científico elabore una teoría general sobre una creencia personal que se refiere a un asunto subjetivo. Así que este tipo de verdades pertenecen al ámbito de las creencias privadas y no puede salir de él. La ciencia, lo único que puede hacer, y de hecho está haciendo, es formular teorías fundamentadas sobre los comportamientos humanos solidarios, envidiosos, altruistas, etc. que permitan hacer predicciones con un grado mayor de aciertos que los que proporcionaría el sentido común. Pero la ciencia sólo se arriesgará a plantear como ciertas sus teorías sobre los sentimientos humanos, cuando pueda demostrarse que poseen un grado medible de predictibilidad y que son objetivamente detectables sus nexos causales.

La medicina

Una de las mayores prioridades de la ciencia es, sin lugar a dudas, la salud de los seres humanos. Si la ciencia trabaja con ahínco para descubrir nuevas verdades se debe, fundamentalmente, a que la verdad y el conocimiento nos ayudarán a ser más felices, a vivir más tiempo y en mejores condiciones. La medicina es, sin duda, la rama de la ciencia y la tecnología que más directamente contribuye a ese objetivo.

Por desgracia, la ciencia tiene sus límites y aunque estos se van expandiendo día a día, a un ritmo creciente, todavía existen muchos problemas a los que no ha dado una solución satisfactoria. Esta circunstancia da pábulo a muchos farsantes y embaucadores que de buena o mala fe, venden a los desahuciados pócimas y tratamientos milagrosos que prometen conseguir lo que la ciencia no ha podido.

El conjunto de estos onerosos e inútiles remedios, conocidos como "medicinas alternativas" carecen del más mínimo valor práctico para los pacientes por una sencilla y clara razón: Si alguno de los tratamientos de la medicina alternativa tuviese algún valor terapéutico medible, sería incorporado instantáneamente a la medicina oficial. Y de hecho, la ciencia médica está incorporando continuamente sustancias extraídas de animales y plantas con la única condición de que demuestren su valor terapéutico. Pero, ¿cómo puede saber la ciencia si un fármaco o tratamiento es eficaz, más allá del efecto placebo que lo enmascara?

La ciencia ha encontrado un método objetivo e infalible llamado "doble ciego" para evaluar el poder curativo de cualquier supuesta terapia. Si el valor curativo es cero, la descarta y entonces pasa a ser "medicina alternativa". El efecto placebo existe, y la ciencia lo ha admitido y hasta mensurado, pero el efecto placebo no reside en el medicamento, sino en la mente del paciente que confía en él.

No se pueden vender placebos como auténticas medicinas porque eso sería una estafa al paciente y una ruptura del dique de contención que mantiene el lodo separado de las aguas cristalinas y una vez roto el dique, todo se contaminaría. Las medicinas alternativas viven y se nutren del efecto placebo, pero un placebo puede ser cualquier cosa, desde una oración a la virgen, hasta un amuleto o una pulsera magnética. Los placebos pierden o refuerzan su poder curativo según las modas y según la psicología de los pacientes que los utilizan. Los remedios curativos de la medicina oficial, por el contrario, posee un poder curativo intrínseco, demostrado y demostrable, independiente del efecto placebo, que también lo tienen, porque cualquier método que pase por curativo tiene asociado un potencial efecto placebo.

Para justificar la existencia de medicinas alternativas, se han desarrollado teorías demenciales, pero que funcionan en el reservorio mental de la sociedad silvestre.

Por ejemplo, está la teoría de que la ciencia no investiga soluciones que económicamente no sean rentables, como por ejemplo: El cáncer se curaría con una pócima a base de ajo y agua de lluvia, pero claro, eso no lo podrían vender y por eso no sacan a la luz que existen soluciones definitivas y gratuitas para curar cualquier enfermedad.

Frente a esta teoría, habría que decir que existen multitud de laboratorios financiado por fondos estatales y mecenas privados) que investigan todo tipo de enfermedades, sin importarles otra cosa que los resultados. A fin de cuentas, el estado invierte mucho dinero en tratamientos costosos a los enfermos de cáncer o de sida y con seguridad el gobierno que diese con una de estas soluciones, tendría el eterno agradecimiento (en votos) de todos los beneficiarios. Además, los gobernantes y los científicos y sus respectivas familias también mueren de esas enfermedades que supuestamente pueden pero no les interesa curar. Y ¿qué científico renunciaría a la fama y al agradecimiento universal por facilitarnos la curación de una grave enfermedad? ¿Habría dinero en el mundo para tapar la boca de un hombre que ha consagrado su vida a la búsqueda de la verdad cuando al final ha dado con ella? Y sólo en el terreno crematístico, ¿no ganaría más dinero del que pudiera imaginar dando conferencias, concediendo entrevistas, escribiendo libros o recibiendo premios de todas las instituciones?

Se crea o no, hay mucha gente (asilvestrada) que piensa que el resfriado común, el cáncer o el sida pueden curarse, pero que los científicos se han conchabado para no proporcionar a la humanidad la fórmula por pura maldad o por haber sido amenazado por su jefe de que lo despedirán si difunde el secreto.

Lo único en lo que sí podemos estar de acuerdo es que un laboratorio no puede invertir el dinero de sus accionistas en investigar una solución médica que no vaya a devolver, al menos, lo que se ha invertido en buscarla. Porqué si así lo hiciera, se arruinaría y el laboratorio desaparecería y con él todas las expectativas de avance médico. Por otro lado todos los laboratorios hacen fuertes inversiones en programas "altruistas" que no consideran rentables, pero que podrían proporcionar un gran bien a la humanidad y además, reciben fondos estatales para programas de investigación no rentables económicamente, pero sí socialmente.

Por otro lado, si suponemos que el laboratorio X fabrica el fármaco Y para paliar la enfermedad Z, y descubre un fármaco Y' que la cura definitivamente, ¿podría decidir no sacarla al mercado?

Si lo hiciera, se arriesgaría, en el caso muy probable de que llegase a conocerse la verdad, a la ruina más ignominiosa y posiblemente a que sus directivos ingresaran en prisión. De otra parte, a que un laboratorio X', X'', etc. de los miles de laboratorios que hay en el mundo consiguiese la fórmula, la explotase y se llevará todos los méritos y beneficios. Es el mismo argumento por la que ninguna empresa puntera retiene las nuevas patentes "hasta amortizar las antiguas" porque en cualquier momento la competencia puede lanzar un producto que lo supere y entonces perderían la gran oportunidad que hubieran tenido de explotar su patente.

Y dejaremos este interesante tema sin mencionar otras teorías igualmente paranoicas, como la de que muchas de las enfermedades actuales han sido provocadas o diseñadas por gobiernos malvados o incluso por millonarios excéntricos que odian a la humanidad por algún trauma infantil de origen freudiano.

La religión

El fenómeno religioso lleva vigente varios milenios y tiene el insuperable y ominoso record de no haber aportado en ese tiempo ningún hallazgo, solución o mejora verificable que haya mejorado la existencia de los seres humanos, al menos en esta vida.

Pero eso era de esperar. Al basarse y fundamentarse en un error, todo el esfuerzo invertido no ha servido para nada, se ha volatilizado, se ha perdido para siempre. Y esa es una clara demostración de la importancia que tiene trabajar con gemas auténticas y no con cantos rodados. Por mucho tiempo y esfuerzo que empleemos, en lugar de joyas sólo obtendremos colecciones de piedras sin valor alguno.

La filosofía

Tal vez sea la filosofía la actividad intelectual que más resistencia muestra a ser expulsada del ámbito de la verdad y arrojada a las tinieblas exteriores. Pero no por ello vamos a renunciar a nuestro propósito de, al menos, apartarla de la región privilegiada que ostenta y arrojarla a la frontera misma que separa la verdad del error, dejando buena parte de su difuso ectoplasma hundido en las tinieblas del error.

Para empezar, la filosofía no ha dado ni una sola gema auténtica al conocimiento humano. La filosofía no tiene un método equivalente a la ciencia que le permita discernir la verdad de la falsedad, y no lo tiene porque todo lo que supera la prueba de la verdad es inmediatamente arrancado y arrojado al lago de aguas cristalinas que custodia la ciencia.

Así que, en el difícil supuesto que un filósofo descubriera alguna verdad relevante, enseguida pasaría a ser parte de la verdad, es decir, pasaría a formar parte del patrimonio de la ciencia y dejaría de pertenecer al de la filosofía. Y es así de cruda la situación: la filosofía no dispone de personal capacitado ni de métodos eficaces para descubrir nuevas verdades y, por tanto, se limita en su mayor parte a generar fantasmas de verdades etéreas que no se pueden someter al veredicto de la realidad, es decir, que no son falsables. Y como no son falsables, pueden sobrevivir indefinidamente en el limbo de la imaginación humana.

Pero hagamos un poco de historia para comprender la situación:

Originalmente, la filosofía clásica representó el papel de la incipiente ciencia, en cuanto proyecto orientado hacia la búsqueda de la verdad y del acrecentamiento del conocimiento. Y empezaron bien, justo es decirlo.

Sin embargo, en aquellos lejanos tiempos, las normas de validación de la verdad no se habían desarrollado adecuadamente y los primeros filósofos cometieron el gran pecado de confiar demasiado en el poder de la razón humana para buscar y encontrar la verdad.

Hoy día sabemos que la mente humana es una máquina de generar hipótesis erróneas, y que sólo revisando una por una esas hipótesis, y validándolas objetivamente contra la realidad, pueden separarse las falsas (la mayoría) de las verdaderas (las menos). Y una vez que se tienen bien separadas y clasificadas, se puede empezar a construir nuevas verdades a partir de las que ya se tienen catalogadas y validadas, pero cada nueva construcción, por muy simple que sea, hay que comprobar su consistencia, enfrentándola nuevamente con la realidad.

Sin embargo, los venerados filósofos antiguos, dieron por supuesto que cualquier ocurrencia que a ellos les pareciera válida, era material de primera calidad y emprendieron la ingente tarea de construir soberbios castillos utilizando material inconsistente. Pero como nunca lo validaban, porque el tipo de construcciones mentales que hicieron no eran falsables, o no se tomaban la molestia de comprobarlas, se remontaron hasta el mismo cielo sobre construcciones de humo.

Aristóteles, entre otras barbaridades, aseguraba que la mitad izquierda del cuerpo estaba más fría que la derecha y que el cerebro servía para enfriar el cuerpo. Algunas de estas barbaridades eran fáciles de probar y otras sencillamente eran ocurrencias sin ningún fundamento.

Las afirmaciones de Aristóteles que podían falsarse (las relativas a la física, por ejemplo) han resultado todas falsas sin excepción, pero las que no eran falsables, siguen vigentes para muchas personas que siguen creyendo que se trata de afirmaciones insuperables, cuando en realidad solo son ingenuidades obvias o sencillamente erróneas.

Como resultado de esta situación, los filósofos clásicos elaboraron complejas teorías que se apoyaban sobre suposiciones que les parecían autoevidentes y reforzadas por el principio de autoridad. Aristóteles fue el gran exponente de una disciplina que se basó en un cuerpo doctrinal sostenido por la autoridad incuestionable de una persona.

A medida que la ciencia avanzaba y ganaba prestigio frente a las teorías embalsamadas de los clásicos, la filosofía se escindió en dos ramas:

La clásica, que sigue aferrada a formulaciones no falsables en la que la mente humana puede perderse bajo la falsa percepción de que se encuentra en el castillo de la gran verdad

La filosofía moderna, que se basa en los descubrimientos de la ciencia. Esta filosofía ha comprendido y aceptado el lugar subordinado que le corresponde frente a su hermana mayor la ciencia y se limita a imaginar las consecuencias que para el hombre tendrán los previsibles avances de la ciencia y, sobre todo, a interpretar, desde el punto de vista de la curiosidad humana, lo que la ciencia ha sacado a la luz.

Como ejemplo de lo que acabamos de decir, tomemos la felicidad, uno de los temas a los que los filósofos han dado más vueltas, por ser la aspiración más genuina y universal de la humanidad.

La ciencia, que se ha mantenido al margen de este debate hasta hace bien poco, ha descubierto ya la mecánica bioquímica de la felicidad y la razón adaptativa que le da sentido y nos permite comprender su dinámica y todas sus peculiaridades. Ahora la filosofía auténtica puede retomar su anterior discurso y emplear el nuevo material aportado por la ciencia para reformular una teoría humanista de la felicidad que sea coherente con los nuevos conocimientos objetivos. La ciencia, por lo tanto, se limitaría a proporcionar los datos crudos del mecanismo de la felicidad, y la filosofía moderna, se encargaría de reformularla en clave del interés humano y nos la trasladaría en unos términos que fueran útiles para los intereses humanos implicados en la búsqueda y comprensión de la felicidad.

En esta filosofía moderna no se van a encontrar verdades que la ciencia no haya aceptado, pero nos ayudará a conseguir que nuestras aspiraciones sean coherentes con la verdad científica y obtener nuevas respuestas a nuestras viejas preguntas. Por ejemplo, a las clásicas preguntas de ¿quienes, somos?, ¿de dónde venimos¿ o ¿a dónde vamos? La ciencia ofrece respuestas sólidas basadas en hechos y no en suposiciones como ocurría con la filosofía clásica.

Sin embargo, frente a la actitud de la filosofía moderna y sería, la filosofía clásica y sus acólitos se mueven rebotando en los "grandes pensadores" en los que fundamentan la valide de sus elucubraciones, como si la veracidad y solidez de sus premisas, residiese en el prestigio de ciertas personalidades consagradas por la tradición y no en el marchamo de autenticidad demostrable y demostrada que sólo la ciencia está en condiciones de proporcionar.

Un filósofo clásico expondrá sus teorías más peregrinas mencionando a cada paso a tal o cual filosofo de prestigio incuestionable y dará por cierta su conclusión final, sin importarle que no sea falsable, como le ocurre al resto de conjeturas sobre las que se ha fundamentado para llegar a su formulación.

En resumen, la filosofía no ha proporcionado ni una sola idea que haya demostrado ser útil, con excepción tal vez de algunos conceptos o relaciones matemáticas, y eso porque en realidad las matemáticas no son filosofía. La filosofía genuina de nuestro tiempo sólo puede aspirar a interpretar, en clave de curiosidad humana, los hallazgos de la ciencia, pero nada más. Ni tiene medios ni personas cualificadas y si un filosofo tuviese cualificación para actuar como un científico, sería un científico "aficionado" a la filosofía, como podría ser aficionado a los toros. Ningún científico se declara como filosofo aficionado a la ciencia porque la ciencia requiere una dedicación del 100% y nada hay tan noble y elevado como la ciencia para quien la conoce y comprende.

Política

La política es la disciplina que trata del autogobierno de los hombres. La ciencia solo puede pronunciarse en términos generales sobre los mecanismos del poder, explicar las razones que subyacen a los actos políticos, pero no puede hacer predicciones falsables porque hay demasiadas variables ocultas, demasiadas fuerzas interactuando como para que las predicciones sean útiles.

La ciencia conoce las leyes de la mecánica, pero no puede predecir las trayectorias de un grupo de bolas de acero que se lanzan sobre una plancha metálica, porque hay demasiados factores implicados, lo cual no significa que no pueda comprender lo que ocurre y por qué ocurre.

La ciencia, aunque comprenda la mecánica de un fenómeno, se somete a la autolimitación de no pronunciarse (como hace el materialismo dialectico) sobre cuestiones sobre la que no puede emitir predicciones falsables y consistentes. El materialismo dialectico reinterpreta la realidad para que se adapte a sus predicciones, a través de una serie de burdos trucos de dudosa honestidad intelectual.

En política, ninguna instancia, incluida la ciencia puede hacer predicciones fiables más allá de las que puede hacer el sentido común. Otra cosa es que, retrospectivamente, todos sepan lo que iba a ocurrir.

Al igual que ocurre con los adivinos, los comentaristas políticos se pasan la vida haciendo todo tipo de profecías contradictorias que abarcan toda la gama de futuribles. Al final, alguna predicción, por pura estadística, acaba acertando, pero en cada ocasión la suerte sonríe a un profeta. Por lo tanto, acertar por casualidad no tiene ningún merito ni valor ya que no mejora las expectativas de un próximo acierto, lo mismo que acertar una quiniela no mejora las posibilidades de repetir la hazaña.

Así que la política no genera verdades ni teorías verificables o predictivas y prueba de ello es que todavía hay partidarios del marxismo a pesar de los amplios fracasos cosechados. Basta con que se produzca una crisis económica para que saquen a Lenin de su tumba y lo pongan a danzar como el gran profeta que adivinó el futuro.

Pero todo esto no es más que una costosa diversión de las masas silvestres y no un lugar terreno en el que se puedan cosechar autenticas verdades y por eso la ciencia es, por definición, apolítica.

En conclusión, la ciencia es la única instancia que tiene el monopolio de la verdad, la única que dispone de un método capaz de filtrar la verdad de la falsedad, la única que dispone de métodos y personas capaces de encontrar nuevas verdades. Y como testimonio de todo ello, nos ha mostrado la estructura fina de la materia, la mecánica profunda de las células, la composición de galaxias tan lejanas que ni se pueden observar, ha construido máquinas que pueden derrotarnos en una partida de ajedrez o realizar millones de cálculos en el tiempo que parpadeamos, ha alargado nuestra vida en un factor de cuatro y… ni siquiera podemos imaginar lo que conseguirá en el próximo siglo.

En contraste, el resto de las disciplinas juntas arrojan un saldo cero. Nada que ofrecer, ni un solo logro, ni un solo avance, ni una sola mejora.

Y sin embargo, seguimos mayoritariamente menospreciándola, criticándola injustamente y acusándola de falsos crímenes. Y eso se debe, sencillamente, a que nadie nos enseñó en la escuela la importancia de la verdad y el peligro de la mentira. En su lugar nos enseñaron toda una cosmogonía mágica basada en una gran mentira y así seguimos: incapaces de distinguir lo verdadero de lo cierto y de apreciar la relevancia que la ciencia tiene en nuestras vidas.